viernes, 4 de julio de 2008

Contrapunto

Contrapunto

... dos o más melodías que suenan al mismo tiempo...
Hilde se incorporó en la cama. Se acabó la historia de Sofía y
Alberto. ¿Pero qué había sucedido en realidad?
¿Por qué había escrito su padre ese último capítulo?, Había sido
sólo para mostrar su poder sobre el mundo de Sofía?
Absorta en una profunda meditación se metió en el baño para
vestirse. Después de un rápido desayuno bajó al jardín y se sentó
en el balancín.
Estaba de acuerdo con Alberto en que lo único sensato de la fiesta
del jardín había sido su discurso. ¿No pensaría su padre que el
mundo de Hilde era tan caótico como la fiesta de Sofía? ¿O que
también el mundo de ella se disolvería?
Y luego estaban Sofía y Alberto. ¿Qué había pasado con el plan
secreto?
¿Le tocaba ahora a Hilde inventar el resto? ¿O habían logrado
salirse de la historia de verdad?
Pero en ese caso, ¿dónde estaban?
De repente se dio cuenta de algo: si Alberto y Sofía habían
logrado salirse de la historia, no pondría nada de eso en las hojas
de la carpeta de anillas, porque todo lo que estaba escrito
en ella
era de sobra sabido por su padre.
–¿Podía haber algo entre líneas? Algo así se había insinuado,
Hilde comprendió que tendría que volver a leer toda la historia una
v otra vez.
En el instante en que el Mercedes se metía por el jardín, Alberto
se llevó a Sofía hasta el Callejón. Luego se fueron
corriendo por
el bosque hacia la Cabaña del Mayor.
¡Rápido! –gritó Alberto–. Tiene que ser antes de que comiencen a
buscarnos.
–¿Estamos ahora fuera de la atención del mayor?
–Estamos en la región fronteriza.
Cruzaron el lago a remo y se metieron a toda prisa en la Cabaña
del Mayor. Una vez en el interior, Alberto abrió una trampilla que
daba al sótano. Empujó a Sofía dentro. Todo se volvió negro.
Durante los días siguientes, Hilde continuó trabajando en su propio
plan. Envió varias cartas a Anne Kvamsdal en Copenhague, y la
llamó un par de veces por teléfono. En Lillesand iba pidiendo
ayuda a amigos y conocidos; casi la mitad de su clase del instituto
fue reclutada para la tarea.
Entretanto releía El mundo de Sofía. Era una historia que había que
leer más de una vez. Constantemente se le ocurrían nuevas ideas
sobre lo que pudo haberles pasado a Sofía y a Alberto, después de
que desaparecieran de la fiesta.
El sábado 23 de junio se despertó de pronto sobre las nueve.
Sabía
que su padre ya había dejado el campamento en el Líbano. Ahora
sólo quedaba esperar. Había calculado hasta el último detalle del
final del último día de su padre en el Líbano.
En el curso de la mañana comenzó con su madre los preparativos
para la noche de San Juan. Hilde no podía dejar de pensar en cómo
Sofía y su madre también habían estado preparando su fiesta de
San Juan.
¿Pero era algo que ya había hecho?¿No lo estarían preparando
ahora?
Sofía y Alberto se sentaron en el césped delante de dos edificios
grandes, con unas ventanas muy feas y conductos
de aire en la
fachada. Una pareja salía de uno de los edificios; él llevaba una
cartera marrón y ella, un bolso en bandolera rojo. Por un
pequeño camino al fondo pasó un coche rojo.
–¿Qué ha pasado? preguntó Sofía.
–Lo conseguimos.
–¿Pero dónde estamos?
–Se llama Cabaña del Mayor
–¿Pero... Cabaña del Mayor... ?
–Es en Oslo.
¿Estás seguro?
Completamente. Uno de estos edificios se llama Chateau Neuf
que significa «nuevo castillo». Allí se estudia
música. El otro
edificio es la Facultad de Teología. Más arriba, en la colina, se
estudia ciencias, y todavía más arriba
se estudian literatura y
filosofía.
¿Hemos salido del libro de Hilde y del control del mayor?
Sí, las dos cosas. Aquí no nos encontrará jamás.
¿Pero dónde estábamos cuando corríamos por el bosque?
–Mientras el mayor estaba ocupado en hacer estrellar
el coche
del asesor fiscal contra un manzano, nosotros aprovechamos la
oportunidad para escondernos en el Callejón.
Entonces nos
encontrábamos en la fase fetal, Sofía. Pertenecíamos al viejo y al
nuevo mundo a la vez. Pero al mayor no se le ocurrió pensar que
podíamos escondernos
allí.
–¿Por qué no?
–Entonces no nos habría soltado con tanta facilidad. Todo fue tan
sencillo como en un sueño. Claro, que puede ser que él estuviera
metido en el plan.
–¿Qué quieres decir con eso?
–Fue él quien arrancó el Mercedes blanco. Quizás se esforzó al
máximo para perdernos de vista. Estaría completamente
indignado por todo lo que habla pasado...
La joven pareja ya sólo estaba a un par de metros de ellos. A
Sofía le daba un poco de vergüenza estar sentada en la hierba
con un hombre mucho mayor que ella. Además
tenía ganas de
que alguien le confirmara lo que habla dicho Alberto.
Se levantó y se acercó corriendo a ellos.
–Por favor, ¿podéis decirme cómo se llama este sitio? Pero ni
contestaron ni le hicieron caso.
A Sofía esto le irritó tanto que insistió:
–No pasa nada por contestar a una pregunta, ¿no?
Aparentemente, el joven estaba explicando algo a la mujer.
–La forma de la composición de contrapunto funciona
en dos
dimensiones: horizontal o melódicamente, y vertical o
armoniosamente. Se trata de dos o más melodías que suenan al
mismo tiempo...
–Perdonad que os interrumpa, pero...
–Se simultanean melodías, cada una con valor propio,
si bien
todas ellas quedan subordinadas a un plan armónico
biensonante. Es eso lo que llamamos contrapunto. En realidad
significa .
¡Qué poca vergüenza! Pues no eran ni sordos ni ciegos.
Sofía
intentó captar su atención por tercera vez, poniéndose
en el
camino para cerrarles el paso.
Simplemente la empujaron hacia un lado.
–Creo que se está levantando viento –dijo la joven. Sofía volvió
corriendo al lado de Alberto.
–¡No me escuchan! –dijo, y al decir esto, se acordó del sueño
sobre Hilde y la cruz de oro.
–Ése es el precio que tenemos que pagar. Si nos hemos
salido a
escondidas de un libro, no podemos esperar tener exactamente
los mismos privilegios que el autor del libro. Pero estamos aquí.
A partir de ahora no tendremos ni un día más de los que
teníamos cuando abandonamos la fiesta filosófica de tu jardín.
–¿Tampoco tendremos nunca un contacto real con la gente que
nos rodea?
–Un auténtico filósofo jamás dice . ¿Tienes reloj?
–Son las ocho.
–Que es la hora que era cuando salimos de tu casa, sí.
–Es hoy cuando el padre de Hilde vuelve del Líbano.
–Por eso tenemos que darnos prisa.
–¿Por qué?
–¿No tienes interés en saber lo que pasará cuando el mayor
llegue a Bjerkely?
–Claro, pero...
–¡Ven!
Empezaron a bajar hacia el centro. Se cruzaban con la gente, pero
todo el mundo les pasaba como si fueran aire.
Caminaban al lado de los coches aparcados. De pronto Alberto se
detuvo delante de un coche deportivo rojo, con la capota plegada.
–Creo que podemos utilizar éste –dijo–. Pero me tengo que
asegurar de que es nuestro coche.
–No entiendo nada.
–Entonces tendré que explicártelo. No podemos coger
sin más
un coche que pertenezca a alguien de esta ciudad.
¿Cómo crees
que reaccionaria la gente al descubrir que el coche va sin
conductor? Y además, tampoco creo que lográramos arrancarlo.
–¿Y el deportivo rojo?
–Creo que lo reconozco de una vieja película.
–Perdona, pero para ser sincera tengo que decirte que todas esas
misteriosas insinuaciones están empezando a molestarme.
–Es un coche imaginario, Sofía. Es exactamente como
nosotros.
La gente sólo ve aquí un lugar vacío. De eso es de lo que nos
tenemos que asegurar, antes de ponernos en marcha.
Se pusieron a esperar. Al cabo de unos instantes, llegó un chico
montado en bicicleta por la acera. De pronto,
pasó a través del
coche rojo.
–Ya ves. ¡Es como nosotros!
Alberto abrió la puerta delantera derecha.
–¡Adelante! –dijo, y Sofía se metió en el coche.
Alberto se sentó en el asiento del conductor, la llave estaba
puesta, la giró y el coche arrancó.
Pronto se encontraban en la carretera hacia el sur. Poco a poco
empezaron a ver grandes hogueras de San Juan.
–Estamos en la noche de San Juan, Sofía. Es maravilloso,
¿verdad?
–Y el viento sopla fuerte en los coches descapotables.
¿Es verdad
que nadie nos ve?
–Sólo aquellos que son como nosotros. Quizás nos encontremos
con alguno de ellos. ¿Qué hora es?
–Las ocho y media.
–Entonces tenemos que coger un atajo; no podemos seguir
detrás de este camión.
Alberto se metió en un campo de trigo. Sofía miró hacia
atrás y
vio que dejaban tras ellos una ancha franja de mieses aplastadas.
–Mañana dirán que ha sido el viento, que ha pasado por el campo
–dijo Alberto.
El mayor Albert Knag había aterrizado en Kastrup, el aeropuerto
de Copenhague. Eran las cuatro y media del sábado 23 de junio. El
día había sido muy largo. La penúltima etapa dcl viaje la había
hecho en avión desde Roma.
Pasó el control de pasaportes vestido con ese uniforme de las
Naciones Unidas del que siempre había estado tan orgulloso.
No
se representaba sólo a sí mismo, tampoco representaba
sólo a su
propio país. Albert Knag representaba un sistema de derecho
internacional, y una tradición de siglos que ahora abarcaba todo el
planeta.
Llevaba una pequeña bolsa en bandolera, el resto del equipaje lo
había facturado desde Roma. Sólo tuvo que presentar
su pasaporte
rojo.
«Nada que declarar»
El mayor Albert Knag tenía que pasar tres horas en Kastrup a la
espera de que saliera el avión para Kristiansand. Podría comprar
algunos regalos para la familia. Hacia casi dos semanas había
enviado a Hilde el regalo más grande que había hecho jamás. Marit
lo había dejado sobre su mesilla para que lo tuviera al despertarse
en su cumpleaños. Albert no había hablado
con Hilde después de
la llamada de aquella noche.
Albert se compró algunos periódicos noruegos. Pero sólo le había
dado tiempo a echar un vistazo a los titulares cuando escuchó algo
por los altavoces: “ Comunicado personal para el señor Albert
Knag. Se ruega al señor Albert Knag que se presente en el
mostrador de la SAS.
¿Qué sería? Albert sintió que una oleada de miedo le subía
por la
espalda. ¿No le mandarían de nuevo al Líbano? ¿Habría sucedido
algo en casa?
Se presentó en seguida en el mostrador de información.
–Soy Albert Knag.
–¡Tenga! Es urgente.
Abrió el sobre inmediatamente. Dentro había un sobre más
pequeño. Y en ese sobre ponía: «Mayor Albert Knag c/o
Información de SAS, Aeropuerto de Kastrup Copenhague».
Albert estaba nervioso. Abrió el pequeño sobre y encontró
una
notita:
Querido papá. Te doy la bienvenida. Como ves, no podía aguantar
hasta que llegaras a casa. Perdona que te haya hecho llamar por
los altavoces. Era lo más sencillo.
P D. Desgraciadamente, ha llegado una demanda de
indemnización del asesor fiscal Ingebugtsen por el percance
ocurrido a un Mercedes robado.
P.D. P.D.Quizás esté sentada en el jardín cuando llegues. Pero
también puede ser que sepas algo más de mi antes.
P.D. P.D. P.D. Tengo miedo de quedarme demasiado tiempo en el
jardín. En esos sitios es muy fácil hundirse en el suelo.
Un abrazo de Hilde, que ha tenido mucho tiempo para preparar tu
regreso.
Albert Knag sonrió ligeramente, pero no le gustaba ser manipulado
de esa manera. Siempre había apreciado llevar un buen control
sobre su propia vida. Y ahora esa pequeña hija suya estaba
dirigiendo desde su casa en Lillesand, los movimientos de su padre
en el aeropuerto de Copenhague. ¿Cómo lo había conseguido?
Metió el sobre en un bolsillo de la camisa y empezó a pasear
por
las galerías comerciales. Al entrar en la tienda donde vendían
alimentos típicos de Dinamarca vio un pequeño sobre que estaba
pegado al cristal de la puerta. «MAYOR KNAG», ponía en el
sobre, escrito con un rotulador gordo. Albert despegó el sobre y lo
abrió:
Mensaje personal al mayor Albert Knag c/o Alimentos de
Dinamarca. Aeropuerto de Kastrup.
Querido papá, me gustaría que nos compraras un salami danés
grande, de dos kilos si puede ser. Y a mamá seguro que le gustará
el fuet al coñac.
P. D. El caviar de Linfjord tampoco se despreciará.
Abrazos, Hilde.
Albert miró a su alrededor. ¿No estaría Hilde cerca? ¿No le habría
regalado Marit un viaje a Copenhague para que se encontrara con
él allí? Era la letra de Hilde...
De pronto, el observador de las Naciones Unidas empezó
a
sentirse él mismo observado. Tenía la sensación de que todo lo que
hacía estaba dirigido por control remoto. Se sintió como un
muñeco en manos de un niño.
Entró en la tienda y compró un salami de dos kilos, un fuet al
coñac y tres frasquitos de caviar de Limfjord. Luego continuó
su
paseo por las galerías comerciales. Quería comprarle un buen
regalo de cumpleaños a Hilde. ¿Estaría bien una calculadora?
¿O
una pequeña radio? Sí, eso...
Al entrar en la tienda de electrónica, vio que también allí había un
sobre pegado al cristal del escaparate. “Mayor Albert Knag c/o la
tienda más interesante de Kastup”, ponía. En una notita dentro del
sobre blanco, leyó el siguiente mensaje:
Querido papá. Muchos recuerdos para ti de Sofía, que también
quiere darte las gracias por una radio con FM y con un minitelevisor
que le regaló su generosísimo papá. Demasiado
generoso, pero por otra parte, una simple nimiedad. No obstante,
tengo que admitir que comparto el interés de Sofía por las
nimiedades.
P. D. Si no has estado aún, hay unas instrucciones en la tienda de
alimentación y en la tienda libre de impuestos, donde venden vino
y tabaco.
P. D. P. D. Me regalaron algo de dinero para mi cumpleaños, de,
modo que puedo contribuir con 350 coronas para el mini-televisor.
Abrazos de Hilde, que ya a rellenado el pavo y hecho la ensalada
Waldorf.
El mini-televisor costó 985 coronas danesas. Y sin embargo podría
considerarse una nimiedad, en comparación con cómo se sentía
Albert Knag por dentro, al ser dirigido a todas partes por los
astutos caprichos de su hija. ¿Estaba ella allí o no?
Ahora miraba hacia todos los lados. Se sentía como un espía y
como una marioneta a la vez. ¡Había perdido su libertad!
Entonces también tendría que ir a la tienda grande libre de
impuestos. Allí había, en efecto, otro sobre blanco con su nombre.
Era como si todo el aeropuerto se hubiera transformado
en un
juego de ordenador en el que él era la flecha. En la notita ponía:
Mayor Knag c/o la gran tienda libre de impuestos de Kastrup.
Todo lo que te pido aquí es una bolsa de gominolas y un par de
cajitas de mazapán de Anton Berg. ¡Recuerda que todas esas cosas
son muy caras en Noruega! Si no recuerdo mal a mamá le gusta
mucho el Campari.
P. D. Ten tus sentidos bien abiertos durante todo el viaje de vuelta.
Supongo que no querrás perderte ningún mensaje importante.
Abrazos de tu hija Hilde, que aprende con mucha rapidez.
Albert suspiró con resignación, pero entró en la tienda y cumplió
con la lista de compras. Con tres bolsas de plástico y su bolsa en
bandolera, se acercó a la puerta 28 para esperar el embarque.
Si
había más notitas, allí se quedarían.
Pero sobre una columna, en la puerta 28 había otro sobrecito
blanco: «Al mayor Albert Knag, puerta 28, aeropuerto de
Kastrup». También ésta era la letra de Hilde, pero el número
de la
puerta parecía añadido y escrito con otra letra. No era fácil hacer
averiguaciones, porque no tenía ninguna otra letra con la que
comparar, solo números contra letras.
Se sentó en un asiento con la espalda pegada a una ancha
pared. El
orgulloso mayor se quedó así sentado, mirando fijamente al aire
como si fuera un niño pequeño que viajaba solo por primera vez en
la vida. Si ella estuviera allí, al menos no tendría el gusto de
encontrarle a él primero.
Miraba pusilánimemente a los pasajeros conforme iban llegando. A
ratos se sentía como un enemigo de la seguridad del reino. Cuando
empezaron a embarcar, suspiró aliviado; él fue el último en entrar
en el avión.
En el momento de entregar la tarjeta de embarque, cogió
otro
sobre que había pegado al mostrador.
Sofía y Alberto habían pasado ya el puente de Brevik, y un poco
más tarde la salida para Kragero.
–Vas a 180–dijo Sofía.
–Son casi las nueve. Ya no falta mucho para que aterrice
en el
aeropuerto de Kjevik, y a nosotros no nos pararán
en ningún
control de tráfico.
–¿Y si chocamos?
–Si es con un coche normal no pasa nada. Pero si es con uno de
los nuestros...
–¿Si?
–Entonces tendríamos que tener cuidado.
–No es fácil adelantar a nadie por aquí, hay árboles por todas
partes.
–No importa, Sofía. ¿Cuándo te vas a enterar?
Dicho esto, Alberto se salió de la carretera, se metió por el
bosque y atravesó los espesos árboles.
Sofía suspiró aliviada.
–¡Qué susto me has dado!
–Ni siquiera nos enteraríamos si atravesáramos una pared de
acero.
–Eso significa que somos simplemente unos ligeros espíritus
respecto del entorno.
No, lo estás viendo al revés. Es la realidad de nuestro
entorno la
que es para nosotros un ligero cuento.
Me lo tendrás que explicar más a fondo.
–Entonces escúchame bien. Hay un extendido malentendido
acerca de que el espíritu es algo más «ligero» que el vapor de
agua. Pero es al contrario. El espíritu es más sólido que el hielo.
–Nunca se me había ocurrido.
–Entonces te contaré una historia. Érase una vez un hombre que
no creía en los ángeles. No obstante, recibió un día la visita de un
ángel, mientras estaba trabajando en el bosque.
¿Sí?
Caminaron juntos un trecho. Al final, el hombre se volvió hacia el
ángel y dijo: «Bueno, he de admitir que los ángeles existen. Pero
no existís de verdad como nosotros». «¿Qué quieres decir con
eso?», preguntó el ángel. Y el hombre contestó: «Al llegar a una
piedra grande yo he tenido
que rodearía, pero me he dado
cuenta de que tú simplemente
la has atravesado. Y cuando nos
encontramos con un gran tronco de árbol caído sobre el sendero,
yo tuve que ponerme a gatas para pasarlo, pero tú lo atravesaste
sin más». El ángel se quedó muy sorprendido al oír esto y dijo:
«¿No te diste cuenta de que también pasamos por un pequeño
pantano, y de que los dos nos deslizamos a través de la niebla?
Eso es porque los dos tenemos una consistencia más sólida que
la niebla».
Ah...
–Lo mismo pasa con nosotros, Sofía. El espíritu puede
atravesar
puertas de acero. Ni tanques ni bombarderos pueden destrozar
algo hecho de espíritu.
Qué curioso.
–Pronto pasaremos Risor, y sólo hace una hora que salimos de
Oslo. Me está apeteciendo un café.
Llegaron a Fiane y se encontraron a su izquierda con una
cafetería que se llamaba Cinderella (Cenicienta). Alberto se salió
de la carretera y aparcó el coche en el césped.
En la cafetería, Sofía intentó coger una botella de coca-cola del
mostrador frigorífico, pero no pudo moverla. Estaba como
pegada. Luego, Albedo intentó sacar café en un vaso de plástico
que había encontrado en el coche; sólo tenía que bajar una
palanquita, pero aunque se esforzó al máximo, no fue capaz de
moverla.
Se enfadó tanto, que se dirigió a los demás clientes pidiendo
ayuda. Como nadie reaccionaba, se puso a gritar tan fuerte que
Sofía tuvo que taparse los oídos:
–¡Quiero café!
Su enfado no iba muy en serio, porque en seguida se estaba
tronchando de risa.
–Ellos no pueden oírnos, y nosotros tampoco podemos
servirnos
en sus cafeterías, claro.
Estaban a punto de marcharse, cuando una anciana se levantó de
una silla y se acercó a ellos. Llevaba una falda de un color rojo
chillón, una chaqueta azul de punto, y un pañuelo blanco en la
cabeza. Tanto sus colores como su figura eran, de alguna
manera, más nítidos que todo lo demás en la pequeña cafetería.
La anciana se acercó a Alberto y dijo:
–Pero chico, sí que gritas.
–Perdone.
–¿Quieres café, no?
–Sí, pero...
–Tenemos un pequeño establecimiento aquí al lado.
Acompañaron a la mujer por un pequeño sendero detrás
del
café. Mientras iban andando, ella preguntó:
–¿Sois nuevos por aquí?
–Tendremos que admitir que sí –contestó Alberto.
–Bueno, bueno, bienvenidos a la eternidad, hijos míos.
–¿Y usted?
–Yo vengo de un cuento de la colección de los hermanos
Grimm,
de hace casi doscientos años. ¿Y de dónde proceden los recién
llegados?
–Venimos de un libro de filosofía. Yo soy el profesor de filosofía,
Sofía es mi alumna.
–Ji-ji, eso es una novedad.
Salieron a un claro en el bosque. Allí había varios edificios muy
bonitos. En un prado abierto, entre dos casas, se había encendido
una gran hoguera y alrededor de la hoguera
había un montón de
gente variopinta. Sofía reconoció
a muchos de ellos. Allí estaba
Blancanieves y algunos de los enanos, Cenicienta y Sherlock
Holmes, Peter Pan y Pipi Calzaslargas, y también Caperucita Roja
y Cenicienta.
Alrededor de la hoguera se hablan congregado
muchas figuras muy queridas pero que no tenían nombre:
gnomos y elfos, faunos y brujas, ángeles y diablillos. Sofía
también vio por allí a un auténtico troll.
–¡Qué lío! –exclamó Alberto.
–Bueno, es la noche de San Juan –contestó la anciana–.
No hemos
tenido un encuentro como éste desde la Noche de Walpurgis. La
celebramos en Alemania. Yo estoy pasando aquí unos días para
devolver la visita. Querías café, ¿no?
–Sí, por favor.
Ahora Sofía se dio cuenta de que todas las casas estaban
hechas
de masa de pastel, azúcar quemada y adornos pasteleros.
Algunos de los personajes se servían directamente de las casas.
Pero habla por allí una pastelera que iba reparando los daños
conforme se iban produciendo. Sofía cogió un trozo de tejado. Le
supo mejor y más dulce que todo lo que había probado a lo largo
de su vida.
La mujer volvió en seguida con una taza de café.
–Muchas gracias –dijo Alberto.
–¿Y qué queréis pagar por el café?
–¿Pagar?
–Solemos pagar con una historia. Por el café basta con un trocito.
–Podríamos contar toda la increíble historia de la humanidad –
dijo Alberto–. Pero lo malo es que tenemos muchísima prisa.
¿Podemos volver y pagar en otra ocasión?
–Claro que si. ¿Por qué tenéis tanta prisa?
Alberto explicó lo que tenían que hacer, y la mujer dijo al final:
–Bueno, ha sido agradable ver caras nuevas. Pero deberíais cortar
pronto el cordón umbilical. Nosotros ya no dependemos de la
carne y de la sangre de cristianos. Pertenecemos
al pueblo
invisible.
Un poco más tarde, Sofía y Alberto estaban de vuelta en el
césped, delante del café Cinderella justo al lado del pequeño
deportivo rojo, había una madre muy nerviosa que estaba
ayudando a su pequeño hijo a hacer pis.
Cogiendo un par de atajos espontáneos por sitios insólitos,
no
tardaron mucho en llegar a Lillesand.
El vuelo SK-876, procedente de Copenhague, aterrizó en Kjevik a
las 21.35 como estaba previsto. Mientras el avión salía del
aeropuerto de Copenhague, el mayor abrió el último sobre que
había encontrado en el mostrador de embarque. En una notita
dentro del sobre ponía:
Al comandante Knag, en el momento en que entrega la carta de
embarque en Kastrup, la noche de San Juan de 1990.
Querido papá. A lo mejor pensabas que iba a aparecer en
Copenhague. No, papá, mi control sobre ti es más complicado que
eso. Te veo por todas partes, papá. He ido a ver a una familia
gitana tradicional,
que una vez, hace muchísimos años, vendió un
espejo mágico de latón a mi bisabuela. Ahora también he
conseguido una bola de cristal. En este momento estoy viendo que
acabas de sentarte en el avión. Te recuerdo que te ajustes el
cinturón de seguridad y que mantengas el respaldo
del asiento
recto hasta que se haya apagado la señal de «abróchense
los
cinturones». En cuanto el avión esté en el aire, podrás reclinar
el
asiento y echarte un sueño. Debes estar descansado cuando
llegues a casa. El tiempo aquí en Lillesand es inmejorable, pero la
temperatura
es algo más baja que en el Líbano. Te deseo un buen
viaje.
Abrazos de tu hija bruja, la Reina del Espejo y la mayor protectora
de la Ironía.
Albert no había podido determinar del todo si estaba enfadado
o
simplemente cansado y resignado. Pero de pronto se echó a reír. Se
reía tan ruidosamente que los pasajeros se volvieron hacia él para
mirarle. Entonces el avión despegó.
En realidad Hilde le había dado a probar su propia medicina.
¿Pero no había una diferencia importante? Su medicina había caído
principalmente sobre Sofía v Alberto y ellos no eran más que
imaginación.
Hizo como Hilde le había sugerido. Echó el asiento hacia
atrás y
se dispuso a dormir un rato. No se volvió a despertar del todo hasta
después de haber pasado el control de pasaportes.
Fuera, en el
gran vestíbulo del aeropuerto de Kjevik, se encontró
con una
manifestación.
Eran ocho o diez personas, la mayoría de la edad de Hilde. En sus
pancartas ponía «BIENVENIDO A CASA PAPA» «HILDE TE
ESPERA EN EL JARDÍN” y “LA IRONÍA EN MARCHA” Lo
peor era que no podía meterse en un taxi rápidamente, porque tenía
que esperar al equipaje. Mientras tanto los amigos de Hilde
pasaban por delante de el, obligándole a leer los carteles una v otra
vez. Pero se derritió cuando una de las chicas se acercó a él con un
ramo de rosas. Albert buscó en una de las bolsas y dio una barra de
mazapán a cada uno de los manifestantes.
Sólo quedaban dos para
Hilde. Cuando llegó el equipaje por la cinta, apareció un joven que
le explicó que estaba
bajo el mando de la Reina del Espejo y que
tenía órdenes de llevarle a Bjerkely. Los demás manifestantes
desaparecieron entre la multitud.
Cogieron la carretera E-18. En todos los puentes y entradas
a
túneles había carteles v banderitas con distintos textos:
«Bienvenido a casa!», «El pavo espera», «Te veo, papá».
Albert Knag suspiró aliviado y dio al conductor un billete de cien
coronas y tres botes de cerveza Elephant de Carlsberg, cuando el
coche paró delante de la verja de Bjerkely.
Fue recibido por su mujer Marit delante de la casa. Tras un largo
abrazo, preguntó:
–¿Dónde está?
–Está sentada en el muelle, Albert.
Alberto y Solía aparcaron el deportivo rojo en la plaza de
Lillesand, delante del Hotel Norge. Eran las diez y cuarto. Vieron
una gran hoguera en uno de los islotes de la bahía.
–¿Cómo vamos a encontrar Bjerkely? –preguntó Sofía.
–Buscando. Supongo que recordarás la pintura de la Cabaña del
Mayor.
–Pero tenemos que darnos prisa. Quiero estar allí antes de que él
llegue.
Empezaron a dar vueltas por pequeñas carreteras, pero también
pasaron por piedras y montículos. Lo que si sabían es que
Bjerkely estaba al lado del mar.
De pronto Sofía gritó.
–¡Allí está! Lo hemos encontrado.
–Creo que tienes razón, pero no grites tanto.
–Pero si nadie puede oírnos.
–Querida Sofía, después de ese largo curso de filosofía me
decepciona que saques conclusiones tan apresuradamente.
–Pero...
–¿No creerás que este lugar está totalmente carente de gnomos,
trolls y hadas buenas?
–Ah, perdona.
Atravesaron la verja y subieron por el caminito de grava delante
de la casa. Alberto aparcó el coche en el césped,
junto al
balancín. Un poco más abajo había una mesa puesta para tres
personas.
–¡La veo! –susurró Sofía–. Está sentada en el borde
del muelle,
igual que en el sueño.
–¿Ves cómo se parece este jardín al tuyo?
–Si, es verdad. Con balancín y todo. ¿Puedo acercarme
a ella?
–Claro que sí. Yo me quedo aquí...
Sofía bajó corriendo al muelle. Estuvo a punto de tropezar
con
Hilde, pero la esquivó y se sentó tranquilamente a su lado.
Hilde estaba manoseando una cuerda de la barca de remos, que
estaba amarrada al muelle. En la mano izquierda
tenía un papel
con anotaciones. Era evidente que estaba esperando. Miró varias
veces el reloj.
A Sofía le pareció muy hermosa. Tenía el pelo largo, rubio y
rizado. Y sus ojos eran de un verde intenso. Llevaba puesto un
vestido de verano amarillo. Le recordaba un poco a Jorunn.
Sofía intentó hablarle, aunque sabía que no serviría de nada.
–¡Hilde! –Soy Sofía.
Hilde no daba señales de haber oído nada.
Sofía se puso de rodillas y le gritó al oído:
–¿Me oyes, Hilde?¿Estás ciega y sorda?
¿Se volvió interrogante la mirada de Hilde? ¿Era una pequeña
señal de que había oído algo, por muy débil que fuese?
Luego se giró y miró directamente a los ojos de Sofía. No enfocó
del todo la mirada, era como si mirase a través de ella.
–No tan alto, Sofía.
Era Alberto el que hablaba desde el deportivo.
–Prefiero el jardín lleno de sirenitas.
Sofía se quedó muy quieta. Se sentía bien estando tan cerca de
Hilde.
De pronto se oyó una voz muy grave de hombre:
<¡Hildecita!>.
Era el mayor, en uniforme y con casco azul. Estaba arriba en el
jardín.
Hilde se levantó rápidamente y fue corriendo hacia él. Se
encontraron entre el balancín y el deportivo rojo. Él la cogió en
brazos, y empezó a dar vueltas.
Hilde se había sentado en el muelle para esperar a su padre.
Cada
cuarto de hora que pasaba desde que él había aterrizado
en
Kastrup, ella había intentado imaginarse dónde estaría, lo que haría
y cómo reaccionaría; tenía anotado todo el horario en un papelito
que había llevado en la mano todo el día.
¿Se enfadaría? No podía pensar que todo volvería a ser como antes,
después de haberle escrito un libro tan misterioso.
Vivió a mirar el reloj. Eran las diez y cuarto. Podía llegar en
cualquier momento.
¿Pero qué era eso? ¿No oía como un débil rumor, exactamente
igual que en el sueño de Sofía?
Se volvió bruscamente. Había algo allí, de eso estaba segura,
pero
no sabía qué.
¿Podría ser la noche de verano?
Durante unos instantes, tuvo miedo de ser vidente.
–¡ Hildecita!
Tuvo que volverse en dirección contraria. Era papá. Estaba arriba
en el jardín.
Hilde se levantó y fue corriendo hacia él. Se encontraron junto al
balancín. El la cogió en brazos y empezó a dar vueltas.
Hilde empezó a llorar, y también el mayor tuvo que tragarse
las
lágrimas.
–Pero si estás hecha una mujer, Hilde.
–Y tú estás hecho un inventor de historias.
Hilde se secó las lágrimas con las mangas del vestido amarillo.
–¿Podemos decir que estamos en paz? –preguntó ella.
–Estamos en paz.
Se sentaron a la mesa. Lo primero que pidió Hilde fue una
descripción detallada de lo que había sucedido en Kastrup y
durante el camino de vuelta. Todo fue recibido con grandes risas.
–No viste el sobre de la cafetería?
–No tuve ni tiempo para sentarme a tomar algo, pesada. Ahora
estoy hambriento.
–Pobre papá.
–¿Era una broma lo del pavo?
–En absoluto. Yo lo he preparado, y mamá lo va a servir.
Luego hablaron detalladamente de la carpeta de anillas y de la
historia sobre Alberto y Sofía. Pronto estuvieron sobre la mesa el
pavo y la ensalada Waldorf, el vino rosado y el pan trenzado
hecho por Hilde.
El padre estaba diciendo algo sobre Platón, cuando de pronto fue
interrumpido por Hilde.
–¡Calla!
–¿Qué pasa?
–¿No has oído? Es como si alguien estuviera silbando...
–No...
–Estoy segura de haber oído algo. Bueno, será un ratón.
Lo último que dijo el padre antes de que la madre volviera
con el
vino fue:
–Pero el curso de filosofía no está totalmente acabado.
–¿Qué quieres decir con eso?
–Esta noche te hablaré del espacio.
Antes de empezar a comer, el padre dijo:
–Hilde ya está muy grande para estar sentada sobre mis rodillas.
¡Pero tú no!
Y dicho esto, capturó a Marit y la sentó sobre sus rodillas. Allí
tenía que estar mucho tiempo antes de dejarle empezar a comer.
–Pensar que tienes ya casi cuarenta años...
Después de que Hilde se hubiera ido corriendo al encuentro
de
su padre, Sofía notó que las lágrimas estaban a punto de brotarle.
¡No la alcanzaría nunca!
Sofía sentía envidia de Hilde que podía ser un ser humano de
carne y hueso.
Cuando Hilde y el mayor se hubieron sentado a la mesa Alberto
tocó el claxon del coche.
Sofía levantó la cabeza. ¿No hizo Hilde lo mismo? Subió al coche
y se sentó al lado de Alberto.
–¿Nos quedamos un rato mirando lo que pasa? –dijo. Sofía asintió
con la cabeza.
–¿Has llorado?
Volvió a asentir con la cabeza.
–¿Pero qué pasa?
–Ella tiene mucha suerte de poder ser una persona «de verdad».
Ahora crecerá y se hará una mujer «de verdad
». Y seguro que
también tendrá hijos «de verdad».
–Y nietos, Sofía. Pero todo tiene dos caras. Eso es algo que he
procurado enseñarte desde el principio del curso de filosofía.
–¿En qué estás pensando?
–Yo opino, como tú, que ella es muy afortunada. Pero a quien le
toca la lotería de la vida también le toca la de la muerte. Pues la
condición humana es la muerte.
–¿Pero no es al fin y al cabo mejor haber vivido, que no vivir
nunca de verdad?
–Nosotros no podemos vivir como Hilde... bueno, o como el
mayor. En cambio no moriremos nunca. ¿No te acuerdas de lo
que dijo la anciana en el bosque? Pertenecemos
al «pueblo
invisible». También dijo que tenía casi doscientos años. Pero en
aquella fiesta de San Juan vi a algunos
personajes que tienen
más de tres mil...
–Quizás lo que más envidie de Hilde sea su... su vida
en familia.
–Pero tú también tienes una familia. ¿No tienes un gato, un par
de pájaros, una tortuga... ?
–Pero ya abandonamos esa realidad.
–De ninguna manera. Sólo la ha abandonado el mayor.
Ha puesto
punto final, hija mía. Y nunca nos volverá a encontrar.
–¿Quieres decir que podemos volver?
–Todo lo que queramos. Pero también nos vamos a encontrar con
nuevos amigos en el bosque, detrás del café Cinderella.
La familia Møller Knag se sentó a cenar. Por un instante,
Sofía
tuvo miedo de que la cena se desarrollara en la misma dirección
que la fiesta filosófica en el jardín del Camino del Trébol, porque
daba la impresión de que el mayor iba a tumbar a Marit en la
mesa. Pero en lugar de eso, Marit cayó encima de las rodillas de
su marido.
El coche estaba aparcado a cierta distancia de la familia,
que en
ese momento estaba cenando. Sólo a intervalos
lograban oír lo
que se decía. Sofía y Alberto se quedaron
sentados mirando al
jardín, y tuvieron tiempo para hacer un largo resumen de la
infeliz fiesta filosófica.
Alrededor de medianoche, la familia se levantó de la mesa. Hilde
y el mayor se dirigieron hacia el balancín. Hicieron señas a la
madre, que se encaminaba a la casa blanca.
–Tú acuéstate, mamá. Tenemos mucho de qué hablar.

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