jueves, 3 de julio de 2008

Un ser extraño

Un ser extraño

Aquí estoy de nuevo. Como ves, este curso de filosofía llegará en
pequeñas dosis. He aquí unos comentarios más de introducción.
¿Dije ya que lo único que necesitamos para ser buenos filósofos
es la capacidad de asombro? Si no lo dije, lo digo ahora: LO
ÚNICO QUE NECESITAMOS PARA SER BUENOS FILÓSOFOS ES LA
CAPACIDAD DE ASOMBRO.
Todos los niños pequeños tienen esa capacidad. No faltaría más.
Tras unos cuantos meses, salen a una realidad totalmente nueva.
Pero conforme van creciendo, esa capacidad de asombro parece
ir disminuyendo. ¿A qué se debe? ¿Conoce Sofía Amundsen la
respuesta a esta pregunta?
Veamos: si un recién nacido pudiera hablar, seguramente diría
algo de ese extraño mundo al que ha llegado. Porque, aunque el
niño no sabe hablar, vemos cómo señala las cosas de su
alrededor y cómo intenta agarrar con curiosidad las cosas de la
habitación.
Cuando empieza a hablar, el niño se para y grita «guau, guau»
cada vez que ve un perro. Vemos cómo da saltos en su cochecito,
agitando los brazos y gritando «guau, guau, guau, guau». Los que
ya tenemos algunos años a lo mejor nos sentimos un poco
agobiados por el entusiasmo del niño. «Sí, sí, es un guau, guau»,
decimos, muy conocedores del mundo, «tienes que estarte
quietecito en el coche». No sentimos el mismo entusiasmo.
Hemos visto perros antes.
Quizás se repita este episodio de gran entusiasmo unas
doscientas veces, antes de que el niño pueda ver pasar un perro
sin perder los estribos. O un elefante o un hipopótamo. Pero
antes de que el niño haya aprendido a hablar bien, y mucho antes
de que aprenda a pensar filosóficamente, el mundo se ha
convertido para él en algo habitual.
¡Una pena, digo yo!
Lo que a mí me preocupa es que tú seas de los que toman el
mundo como algo asentado, querida Sofía. Para asegurarnos,
vamos a hacer un par de experimentos mentales, antes de iniciar
el curso de filosofía propiamente.
Imagínate que un día estás de paseo por el bosque. De pronto
descubres una pequeña nave espacial en el sendero delante de ti.
De la nave espacial sale un pequeño marciano que se queda
parado, mirándote fríamente.
¿Qué habrías pensado tú en un caso así? Bueno, eso no importa,
¿pero se te ha ocurrido alguna vez pensar que tu misma eres una
marciana?
Es cierto que no es muy probable que te vayas a topar con un ser
de otro planeta. Ni siquiera sabemos si hay vida en otros
planetas. Pero puede ocurrir que te topes contigo misma. Puede
que de pronto un día te detengas, y te veas de una manera
completamente nueva. Quizás ocurra precisamente durante un
paseo por el bosque.
Soy un ser extraño, pensarás. Soy un animal misterioso.
Es como si te despertaras de un larguísimo sueño, como la Bella
Durmiente. ¿Quién soy?, te preguntarás. Sabes que gateas por un
planeta en el universo. ¿Pero qué es el universo?
Si llegas a descubrirte a ti misma de ese modo, habrás
descubierto algo igual de misterioso que aquel marciano que
mencionamos hace un momento. No sólo has visto un ser del
espacio, sino que sientes desde dentro que tú misma eres un ser
tan misterioso como aquél.
¿Me sigues todavía, Sofía? Hagamos otro experimento mental.
Una mañana, la madre, el padre y el pequeño Tomas, de dos o
tres años, están sentados en la cocina desayunando. La madre se
levanta de la mesa y va hacia la encimera, y entonces el padre
empieza, de repente, a flotar bajo el techo, mientras Tomás se le
queda mirando.
¿Qué crees que dice Tomás en ese momento? Quizás señale a su
papá y diga: «¡Papá está flotando!».
Tomás se sorprendería, naturalmente, pero se sorprende muy a
menudo. Papá hace tantas cosas curiosas que un pequeño vuelo
por encima de la mesa del desayuno no cambia mucho las cosas
para Tomás. Su papá se afeita cada día con una extraña
maquinilla, otras veces trepa hasta el tejado para girar la antena
de la tele, o mete la cabeza en el motor de un coche y la saca
negra.
Ahora le toca a mamá. Ha oído lo que acaba de decir Tomás y se
vuelve decididamente. ¿Cómo reaccionará ella ante el
espectáculo del padre volando libremente por encima de la mesa
de la cocina?
Se le cae instantáneamente el frasco de mermelada al suelo y
grita de espanto. Puede que necesite tratamiento médico cuando
papá haya descendido nuevamente a su silla. (¡Debería saber que
hay que estar sentado cuando se desayuna!)
¿Por qué crees que son tan distintas las reacciones de Tomás y
las de su madre? Tiene que ver con el hábito.
(¡Toma nota de esto!) La madre ha aprendido que los seres
humanos no saben volar. Tomás no lo ha aprendido. El sigue
dudando de lo que se puede y no se puede hacer en este mundo.
¿Pero y el propio mundo, Sofía? ¿Crees que este mundo puede
flotar? ¿También este mundo está volando libremente?
Lo triste es que no sólo nos habituamos a la ley de la gravedad
conforme vamos haciéndonos mayores. Al mismo tiempo, nos
habituamos al mundo tal y como es.
Es como si durante el crecimiento perdiéramos la capacidad de
dejarnos sorprender por el mundo. En ese caso, perdemos algo
esencial, algo que los filósofos intentan volver a despertar en
nosotros. Porque hay algo dentro de nosotros mismos que nos
dice que la vida en sí es un gran enigma.
Es algo que hemos sentido incluso mucho antes de aprender a
pensarlo.
Puntualizo: aunque las cuestiones filosóficas conciernen a todo
el mundo, no todo el mundo se convierte en filósofo. Por
diversas razones, la mayoría se aferra tanto a lo cotidiano que el
propio asombro por la vida queda relegado a un segundo plano.
(Se adentran en la piel del conejo, se acomodan y se quedan allí
para el resto de su vida.)
Para los niños, el mundo –y todo lo que hay en él- es algo nuevo,
algo que provoca su asombro. No es así para todos los adultos.
La mayor parte de los adultos ve el mundo como algo muy
normal.
Precisamente en este punto los filósofos constituyen una
honrosa excepción. Un filósofo jamás ha sabido habituarse del
todo al mundo. Para él o ella, el mundo sigue siendo algo
desmesurado, incluso algo enigmático y misterioso.
Por lo tanto, los filósofos y los niños pequeños tienen en común
esa importante capacidad. Se podría decir que un filósofo sigue
siendo tan susceptible como un niño pequeño durante toda la
vida.
De modo que puedes elegir, querida Sofía. ¿Eres una niña
pequeña que aún no ha llegado a ser la perfecta conocedora del
mundo? ¿O eres una filósofa que puede jurar que jamás lo
llegará a conocer?
Si simplemente niegas con la cabeza y no te reconoces ni en el
niño ni en el filósofo, es porque tú también te has habituado
tanto al mundo que te ha dejado de asombrar. En ese caso corres
peligro. Por esa razón recibes este curso de filosofía, es decir,
para asegurarnos. No quiero que tú justamente estés entre los
indolentes e indiferentes. Quiero que vivas una vida despierta.
Recibirás el curso totalmente gratis. Por eso no se te devolverá
ningún dinero si no lo terminas. No obstante, si quieres
interrumpirlo, tienes todo tu derecho a hacerlo. En ese caso,
tendrás que dejarme una señal en el buzón. Una rana viva estaría
bien. Tiene que ser algo verde también; de lo contrario, el cartero
se asustaría demasiado.
Un breve resumen: se puede sacar un conejo blanco de un
sombrero de copa vacío. Dado que se trata de un conejo muy
grande, este truco dura muchos miles de millones de años. En el
extremo de los finos pelillos de su piel nacen todas las criaturas
humanas. De esa manera son capaces de asombrarse por el
imposible arte de la magia. Pero conforme se van haciendo
mayores, se adentran cada vez más en la piel del conejo, y allí se
quedan. Están tan a gusto y tan cómodos que no se atreven a
volver a los finos pelillos de la piel. Solo los filósofos emprenden
ese peligroso viaje hacia los límites extremos del idioma y de la
existencia. Algunos de ellos se quedan en el camino, pero otros
se agarran fuertemente a los pelillos de la piel del conejo y
gritan a todos los seres sentados cómodamente muy dentro de la
suave piel del conejo, comiendo y bebiendo estupendamente:
–Damas y caballeros –dicen–. Flotamos en el vacío.
Pero esos seres de dentro de la piel no escuchan a los filósofos.
–¡Ah, qué pesados! –dicen.
Y continúan charlando como antes:
–Dame la mantequilla. ¿Cómo va la bolsa hoy? ¿A cómo están los
tomates? ¿Has oído que Lady Di espera otro hijo?
Cuando la madre de Sofía volvió a casa más tarde, Sofía se
encontraba en un estado de shock. La caja con las cartas del
misterioso filósofo se encontraban bien guardadas en el Callejón.
Sofía había intentado empezar a hacer sus deberes, por lo que se
quedó pensando y meditando sobre lo que había leído.
¡Había tantas cosas en las que nunca había pensado antes! Ya no
era una niña, pero tampoco era del todo adulta.
Sofía entendió que ya había empezado a adentrarse en la espesa
piel de ese conejo que se había sacado del negro sombrero de copa
del universo. Pero el filósofo la había detenido.
–El, –¿o sería ella?– la había agarrado fuertemente y la había
sacado hasta el pelillo de la piel donde había jugado cuando era
niña. Y ahí, en el extremo del pelillo, había vuelto a ver el mundo
como si lo viera por primera vez.
El filósofo la había rescatado; de eso no cabía duda. El
desconocido remitente de cartas la había salvado de la indiferencia
de la vida cotidiana.
Cuando su madre llegó a casa, sobre las cinco de la tarde, Sofía la
llevó al salón y la obligó a sentarse en un sillón.
–¿Mama, no te parece extraño vivir? –empezó.
La madre se quedó tan aturdida que no supo qué contestar. Sofía
solía estar haciendo los deberes cuando ella volvía del trabajo.
–Bueno –dijo–. A veces sí.
–¿A veces? Lo que quiero decir es si no te parece extraño que
exista un mundo.
–Pero, Sofía, no debes hablar así.
–¿Por qué no? ¿Entonces, acaso te parece el mundo algo
completamente normal?
–Pues claro que lo es. Por regla general, al menos.
Sofía entendió que el filósofo tenía razón. Para los adultos, el
mundo era algo asentado. Se habían metido de una vez por todas
en el sueño cotidiano de la Bella Durmiente.
–¡Bah! Simplemente estás tan habituada al mundo que te ha dejado
de asombrar –dijo.
–¿Qué dices?
–Digo que estás demasiado habituada al mundo. Completamente
atrofiada, vamos.
–Sofía, no te permito que me hables así.
–Entonces, lo diré de otra manera. Te has acomodado bien dentro
de la piel de ese conejo que acaba de ser sacado del negro
sombrero de copa del universo. Y ahora pondrás las patatas a
cocer, y luego leerás el periódico, y después de media hora de
siesta verás el telediario.
El rostro de la madre adquirió un aire de preocupación. Como
estaba previsto, se fue a la cocina a poner las patatas a hervir. Al
cabo de un rato, volvió a la sala de estar y ahora fue ella la que
empujó a Sofía hacia un sillón.
–Tengo que hablar contigo sobre un asunto –empezó a decir.
Por el tono de su voz, Sofía entendió que se trataba de algo serio.
–¿No te habrás metido en algo de drogas, hija mía?
Sofía se echó a reír, pero entendió por que esta pregunta había
surgido exactamente en esta situación.
–¡Estas loca! –dijo–. Las drogas te atrofian aún mas. Y no se dijo
nada más aquella tarde, ni sobre drogas, ni sobre el conejo blanco.

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