viernes, 4 de julio de 2008

La Cabaña del Mayor

La Cabaña del Mayor

... la muchacha del espejo guiñó los dos ojos...
Sólo eran las siete y cuarto. No había que darse prisa para llegar a
casa. La madre de Sofía dormiría aún un par de horas; los
domingos se hacia siempre la remolona.
¿Debería internarse más en el bosque para ver si encontraba a
Alberto Knox? ¿Pero por qué el perro le había gruñido así?
Sofía se levantó del tocón y comenzó a andar por el sendero por el
que Hermes se había alejado. En la mano llevaba el sobre amarillo
con todas las hojas sobre Platón. Por un par de sitios el sendero se
dividía en dos, y en esos casos, seguía por el más ancho.
Por todas partes piaban los pájaros, en los árboles y en el aire, en
arbustos y matas, muy ocupados en el aseo matinal. Ellos no
distinguían entre días laborables y días festivos, ¿pero quién había
enseñado a los pájaros a hacer todo lo que hacían? ¿Tenían un
pequeño ordenador por dentro, “un programa de ordenador” que
les iba diciendo lo que tenían que hacer?
Una piedra rodó por un montículo y bajó a mucha velocidad por la
vertiente entre los pinos. El bosque era tan tupido en ese lugar que
Sofía apenas veía un par de metros entre los árboles.
De repente, vio algo que brillaba entre los troncos de los pinos.
Tenía que ser una laguna. El sendero iba en dirección contraria,
pero Sofía se metió entre los árboles. No sabía exactamente por
qué, pero sus pies la llevaban.
La laguna no era mucho mayor que un estadio de fútbol. Enfrente,
al otro lado, descubrió
una cabaña pintada de rojo en un pequeño claro del bosque,
enmarcado por troncos blancos de abedul. Por la chimenea subía
un humo fino.
Sofía se acercó hasta el borde del agua. Todo estaba muy mojado,
pero pronto vio una barca de remos, que estaba medio varada en la
orilla. Dentro de la barca había un par de remos.
Sofía miró a su alrededor. De todos modos, sería imposible rodear
la laguna y llegar a la cabaña roja con los pies secos. Se acercó
decidida a la barca y la empujo al agua. Luego se metió dentro,
colocó los remos en las horquillas y empezó a remar. Pronto
alcanzó la otra orilla. Atracó e intentó llevarse la barca. Este
terreno era mucho mas accidentado que la orilla que acababa de
dejar.
Miró hacia atrás una sola vez, y se acercó a la cabaña.
Estaba escandalizada de sí misma. ¿Cómo se atrevía? No lo sabía,
era como si hubiese “algo” que la empujase.
Sofía fue hasta la puerta y llamó. Se quedó un rato esperando, pero
nadie fue a abrir. Cuando giró cuidadosamente el picaporte de la
puerta, ésta se abrió.
–¡Hola! –dijo–. ¿Hay alguien?
Sofía entró en una sala grande. No se atrevió a cerrar la puerta tras
ella.
Era evidente que alguien vivía allí. Sofía oía arder la leña en una
vieja estufa. De modo que tampoco hacía mucho tiempo que
alguien había estado ahí.
En una mesa grande de comedor había una máquina de escribir,
algunos libros, un par de bolígrafos y un montón de papel. Delante
de la ventana que daba a la laguna había una mesa y dos sillas. Por
lo demás, no había muchos muebles, pero una pared estaba
totalmente cubierta de estanterías con libros. Encima de una
cómoda blanca colgaba un espejo redondo con un marco macizo de
latón. Parecía muy antiguo.
En una de las paredes había dos cuadros colgados. Uno, era una
pintura al óleo de una casa blanca junto a una pequeña bahía con
casetas rojas para barcas. Entre éstas y la casa había un empinado
jardín con un manzano, unos arbustos tupidos y piedras salientes.
El jardín tenía como un marco de abedules. El titulo del cuadro
era«Bjerkely».
Junto a ese cuadro colgaba un viejo retrato de un señor sentado en
un sillón, delante de la ventana, con un libro sobre las rodillas.
También aquí había una pequeña bahía con árboles y piedras al
fondo. Seguro que el cuadro había sido pintado hacía varios
centenares de años y el título del cuadro era “Bjerkely”. El que
había pintado el cuadro se llamaba Smibert.
Berkeley y Bjerkely
[1]
. ¿Curioso, no?
Sofía seguía mirando. En la sala había una puerta que daba a una
pequeña cocina. Los cacharros acababan de ser fregados. Platos y
vasos estaban amontonados sobre un trapo de lino, y en un par de
platos se veían aún restos de jabón. En el suelo había una fuente de
hojalata con los restos de comida. Eso quería decir que allí vivía
algún animal, un perro o un gato.
Sofía volvió a la sala. Otra puerta daba a una pequeña alcoba.
Delante de la cama había un par de mantas formando un gran
bulto. Sofía descubrió algunos pelos amarillos en las mantas. Ya
tenía una prueba de verdad. Sofía estaba segura de que aquí vivían
Alberto Knox y Hermes.
De vuelta en la sala, Sofía se colocó delante del espejo encima de
la cómoda. El vidrio era mate y rugoso, de modo que la imagen
que reflejaba tampoco era nítida. Sofía comenzó a hacer muecas,
como solía hacer algunas veces en casa, delante del espejo del
baño. El espejo hacía exactamente lo mismo que ella, no se podía
esperar otra cosa.
De repente, sucedió algo extraño. Durante un brevísimo instante,
Sofía vio con toda claridad que la muchacha del espejo guiñó los
dos ojos. Sofía se alejó asustada. Si ella misma había guiñado los
dos ojos ¿cómo podía entonces “haber visto” guiñar los ojos a
otra? Y había algo más: parecía como si la muchacha del espejo se
los estuviera guiñando a Sofía. Era como si quisiera decirte veo,
Sofía. Estoy aquí, al otro lado.
Sofía notó cómo le latía el corazón. Al mismo tiempo, oyó ladrar a
un perro a lo lejos. !Seguro que era Hermes! Tendría que
marcharse corriendo.
Entonces se dio cuenta de que había un billetero verde sobre la
cómoda. Sofía lo cogió y lo abrió con cuidado. Contenía un billete
de cien, otro de cincuenta... y un carnet escolar. En el carnet había
una foto de una muchacha de pelo rubio, y debajo de la foto ponía
“Hilde Møller Knag” e “Instituto público de Lillesand”.
Sofía notó cómo su cara se enfriaba. Entonces oyó de nuevo los
ladridos del perro. Tenía que salir de allí.
Al pasar, vio en la mesa un sobre blanco entre todos los libros y
papeles. En el sobre ponía “SOFÍA”. Sin pensárselo dos veces, lo
cogió y lo metió a toda prisa en el sobre amarillo con todas las
hojas sobre Platón. Luego salió corriendo de la cabaña, cerrando
tras de sí la puerta.
En el exterior, oyó ladrar al perro aún más fuerte. Pero lo peor de
todo era que la barca había desaparecido. Tardó un par de instantes
en descubrir que la barca estaba flotando en medio de la laguna.
Junto a ella, notaba uno de los remos.
Se había olvidado de subir la barca a la orilla. Oyó de nuevo ladrar
al perro, y también oyó que algo se movía entre los árboles al otro
lado de la laguna.
Sofía dejó de pensar. Con el gran sobre en la mano se metió
corriendo entre las matas detrás de la cabaña. Tuvo que cruzar un
pequeño pantano, varias veces pisó mal y metió la pierna hasta la
rodilla en el fango. Pero sólo podía pensar en correr, tenía que ir a
casa, a casa.
Al cabo de un rato llegó a un sendero. ¿Se había traído el sobre?
Sofía se paró y escurrió el vestido, el agua caía a chorros sobre el
sendero. Finalmente, se puso a llorar.
¿Cómo podía ser tan estúpida? Lo peor de todo era la barca. No fue
capaz de librarse de la imagen de la barca y del remo notando en
medio de aquella laguna. Qué vergüenza, qué horrible...
A lo mejor el profesor de filosofía había llegado ya a la laguna.
Necesitaría la barca para llegar a su casa. Sofía se sentía como un
verdadero delincuente. Pero ésa no había sido su intención.
¡El sobre! Eso era aún peor. ¿Por qué se había traído el sobre?
Porque llevaba su nombre, claro; en cierta manera, también le
pertenecía. Y sin embargo se sentía como una ladrona. De esa
manera también había dejado bien claro que era ella la que había
estado allí.
Sofía sacó una hojita del sobre. La nota decía:
¿Qué fue primero? ¿La gallina o la «idea de gallina»?
¿Nace el ser humano ya con alguna idea?
¿Cuál es la diferencia entre una planta, un animal y un ser
humano? ¿Porqué llueve?
¿Qué hace falta para que un ser humano viva feliz?
Sofía era incapaz de pensar en estas preguntas justamente ahora,
pero supuso que tenían algo que ver con el próximo filósofo que
iba a estudiar. ¿No era el que se llamaba Aristóteles?
Cuando vio el viejo seto, tras haber corrido un largo tramo a través
del bosque, fue como haber llegado nadando hasta donde el agua
llega a la rodilla, después de un naufragio. Resultó curioso ver el
seto desde el otro lado. Cuando se metió dentro del Callejón, miró
finalmente el reloj. Eran las diez y media. Metió el sobre grande en
la caja de galletas junto con los demás papeles y escondió la nota
con las preguntas nuevas dentro de los leotardos. Su madre estaba
hablando por teléfono cuando Sofía entro. Colgó inmediatamente.
Sofía se quedó en la puerta.
–¿Dónde has estado, Sofía?
–Me di un... paseo... por el bosque –balbució.
–Sí, eso puedo verlo.
Sofía no contestó, se dio cuenta de que su vestido estaba goteando.
–Tuve que llamar ajorunn...
–¿A Jorunn?
La madre sacó ropa seca. Sofía pudo a duras penas esconder la
nota con las preguntas del profesor de filosofía. Se sentaron en la
cocina, la madre hizo chocolate caliente.
–¿Has estado con él? –preguntó.
–¿Con él?
Sofía sólo pensaba en el profesor de filosofía.
–Conél , sí. Con ese... «conejo» tuyo. Sofía negó con la cabeza.
–¿Qué hacéis cuando estáis juntos, Sofía? ¿Por qué estás tan
mojada?
Sofía estaba muy seria, mirando fijamente a la mesa, pero en algún
lugar secreto dentro de ella había algo que se reía. Pobre mamá,
ahora tenía esa clase de preocupaciones. Volvió a negar con la
cabeza. Luego llegaron un montón de preguntas seguidas.
–Ahora quiero toda la verdad. ¿Has estado fuera esta noche? ¿Por
qué te acostaste con el vestido puesto? ¿Volviste a salir a
escondidas en cuanto me acosté? Sólo tienes catorce años, Sofía.
Exijo saber con quién andas.
Sofía empezó a llorar. Y confesó. Seguía teniendo miedo, y cuando
uno tiene miedo, se suele contar la verdad.
Dijo que se había despertado temprano y que había ido a pasear por
el bosque. Contó lo de la cabaña y también lo de la barca, y habló
del extraño espejo, pero consiguió callarse todo lo que tenía que
ver con el secreto curso por correspondencia. Tampoco mencionó
el billetero verde. No sabía exactamente por qué, pero no tenía que
decir nada sobre Hilde.
La madre la abrazó, y Sofía se dio cuenta de que la había creído.
–No tengo ningún novio –dijo lloriqueando–. Es algo que inventé
porque tú te preocupaste mucho por lo del conejo blanco.
–Y luego te fuiste hasta la Cabaña del Mayor... –dijo la madre
pensativa.
–¿La Cabana del Mayor? –Sofía abrió los ojos de par en par.
–Esa cabana que visitaste en el bosque solía llamarse «Cabaña del
Mayor», porque hace muchísimos años vivió allí un viejo mayor.
Estaba algo chiflado, Sofía. Pero no pensemos en eso ahora. Desde
entonces, la cabana ha estado vacía.
–Eso es lo que tú te crees. Ahora vive un filósofo en ella.
–Oye, no empieces otra vez con tus cuentos.
Sofía se quedó sentada en su cuarto pensando en lo que le había
pasado. Su cabeza era como un circo ruidoso de pesados elefantes,
divertidos payasos, osados trapecistas y monos amaestrados. No
obstante, siempre había una imagen que volvía incesantemente:
una pequeña barca y un remo flotando sobre el agua en medio de
una laguna del bosque; y alguien necesita la barca para llegar a su
casa...
Estaba segura de que el profesor de filosofía no le haría ningún
daño, y si averiguaba que era ella la que había estado en la cabana,
seguro que la perdonaría. Pero ella había roto un pacto. ¿Esa había
sido su manera de agradecer a ese desconocido que se hubiera
responsabilizado de su educación fílosófica? ¿Como podría reparar
el mal que había hecho?
Sofía sacó el papel de cartas de color rosa y escribió:
Querido filósofo. Fui yo quien estuvo en la cabana el domingo por
la mañana. Tenía muchas ganas de conocerte para discutir más a
fondo cuestiones filosóficas. Por ahora soy una entusiasta de
Platón pero no estoy tan segura de que las ideas o las imágenes
modelo existan en otra realidad. Naturalmente, existen en nuestra
alma, pero por ahora opino que ésa es otra cosa. También lamento
admitir que no estoy totalmente convencida de que nuestra alma
sea de verdad inmortal. Yo, por lo menos, no tengo ningún
recuerdo de mis vidas anteriores Si pudieras convencerme de que
mi abuela, que ya falleció, está bien en el mundo de las ideas, te lo
agradecería de veras.
En realidad no empecé esta carta por lo de los filósofos. (La meto
en un sobre color rosa junto con un terrón de azúcar.) Quería
pedir perdón por haber sido tan desobediente. Intenté arrastrar la
barca hasta la orilla pero, al parecer, no tuve fuerzas suficientes.
Por otra parte, puede ser que fuera una ola grande la que se
llevara la barca al agua.
Espero que lograras llegar a tu casa sin mojarte los pies Si te sirve
de consuelo, te diré que yo me empapé y que seguramente cogeré
un terrible catarro. Pero es por mi culpa.
No toqué nada en la cabana, pero desgraciadamente caí en la
tentación de coger un sobre que llevaba mi nombre, no porque
tuviera la intención de robar nada, pero como el sobre llevaba mi
nombre pensé durante unos segundos de locura que me pertenecía.
Te pido sinceramente que me perdones, y prometo no volver a
hacerlo.
P. D. Voy a pensar ya detenidamente en todas las preguntas de la
nota.
P.D.P.D. ¿El espejo de latón que hay encima de la cómoda es un
espejo normal y corriente, o es un espejo mágico? Lo pregunto
porque no estoy acostumbrada a que mi propio reflejo me guiñe
los dos ojos.
Atentamente, tu alumna sinceramente interesada, SOFÍA.
¡Sofía releyó la carta dos veces, antes de meterla en el sobre. Por lo
menos no era tan formal como la que había escrito anteriormente.
Antes de bajar a la cocina a coger un terrón de azúcar, sacó la hoja
con las tareas filosóficas del día.
«¿Qué fue primero? ¿La gallina o la “idea de gallina”?»Esta
pregunta era casi tan difícil como aquella vieja adivinanza sobre la
gallina y el huevo. Sin huevo no hay gallina, pero sin gallina
tampoco hay huevo. ¿Sería igual de complicado encontrar qué fue
antes: la gallina o la «idea de gallina»? Sofía se daba cuenta de lo
que Platón quería decir. Quería decir que la«idea de gallina»
existió en el mundo de las Ideas muchísimo antes de que hubiera
gallinas en el mundo de los sentidos. Según Platón, el alma había
«visto» la propia «idea de gallina» antes de meterse en un cuerpo.
¿Pero no fue sobre este punto sobre el que Sofía había llegado a la
conclusión de que Platón se había equivocado? Una persona que ni
ha visto una gallina viva, ni ninguna imagen de una gallina, no
podrá tener ninguna «idea de gallina». Estaba lista para la segunda
pregunta:
«¿Nace el ser humano ya con alguna idea?» Lo dudo mucho, pensó
Sofía. Tenía poca fe en que un bebé recién nacido tuviera alguna
idea sobre algo. Pero, claro, no podía estar totalmente segura,
porque aunque el bebé no tuviera aún lenguaje, no significaba
necesariamente que tuviera la cabeza vacía de ideas. Pero, ¿para
saber algo sobre las cosas del mundo, no tendríamos que haberlas
visto antes?
«¿Cuál es la diferencia entre una planta, un animal y un ser
humano?» Sofía entendió inmediatamente que había diferencias
muy claras. No pensaba, por ejemplo, que una planta tuviera un
alma muy complicada. ¿Se había oído hablar alguna vez de una
flor con mal de amor? Una planta crece, se alimenta y produce
unas semillas pequeñas que posibilitan su procreación. Y eso es
más o menos lo que se podría decir sobre las plantas. Sofía pensó
que todo lo que había dicho de las plantas a lo mejor también
podría decirse de los animales y de los seres humanos. Pero los
animales tenían, además, otras cualidades.Se movían, por ejemplo.
(¡Cuándo se había visto a una rosa correr los 60 metros!) Resultaba
un poco más difícil señalar la diferencia entre un ser humano y un
animal. Los seres humanos piensan, ¿piensan los animales
también? Sofía estaba convencida de que el gato Sherekan era
capaz de pensar. Por lo menos, se comportaba muy astutamente.
¿Pero sería capaz de pensar cuestiones filosóficas? ¿Era capaz el
gato de pensar en la diferencia entre una planta, un animal y un ser
humano? ¡Más bien no! Un gato puede ponerse contento o triste,
pero nunca se preguntará si Dios existe, o si tiene un alma
inmortal. Pero, claro, pasaba como con la pregunta sobre el bebé
con ideas innatas. Resultaba igual de difícil hablar con un gato
sobre este tipo de asuntos que con un bebé.
«¿Por qué llueve?» Sofía se encogió de hombros. Suponía que
llovía porque el mar se evapora y porque las nubes se condensan.
¿No había aprendido ya eso en tercero? También se podría decir
que llueve para que las plantas y los animales crezcan. ¿Pero era
ésa la razón? Un chaparrón, ¿tenía en realidad algún objetivo?
La última pregunta tenía que ver al menos con objetivos. «¿Qué
hace falta para que un ser humano viva feliz?» Sobre eso, el
profesor de filosofía había escrito ya algo al principio del curso.
Todos los seres humanos precisan comida, calor, amor y cuidados.
Todo eso era, al menos, una especie de condición previa para poder
alcanzar la felicidad. Luego había señalado que todo el mundo
necesita encontrar respuestas a ciertas preguntas filosóficas.
Además, sería bastante importante tener una profesión que le guste
a uno. Por ejemplo, uno que odie el tráfico, no sería muy feliz
siendo taxista. Y si uno odia hacer deberes, no sería muy bueno ser
maestro. A Sofía le gustaban mucho los animales, así que de mayor
le gustaría ser veterinaria. Pensaba que no hacía falta que te tocaran
veinte millones en la bonoloto para vivir feliz. Más bien al
contrario. Hay un refrán que dice: «La ociosidad es la madre de
todos los vicios».
Sofía se quedó sentada en su cuarto, hasta que su madre la llamó
para comer. Había hecho solomillo y patatas asadas. ¡Delicioso! En
la mesa había una vela encendida. Y para postre tenían frambuesas
con nata.
Hablaron de todo. Su madre le preguntó que cómo quería celebrar
su decimoquinto cumpleaños, para el que sólo faltaban algunas
semanas.
Sofía se encogió de hombros.
–¿No quieres invitar a alguien? Dar una fiesta, quiero decir.
–Quizás...
–Podríamos invitar a Marte y a Anne Marie... y a Hege. Y a
Jorunn, naturalmente. Y a Jorgen, tal vez... Bueno, es mejor que lo
decidas tú. ¿Sabes?, me acuerdo muy bien de cuando yo cumplí
quince años. Y no me parece que haga tanto tiempo. Me sentía ya
muy adulta, Sofía. ¿Curioso, verdad? Me parece como si no
hubiera cambiado desde entonces.
–Y así es. No has cambiado. Nada «cambia». Solamente te has
desarrollado, te has hecho mayor...
–Hmm... ¡hablas como un adulto! ¡Me parece que todo ha pasado
muy deprisa!

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