viernes, 4 de julio de 2008

La fiesta en el jardín

La fiesta en el jardín

... una corneja blanca...
Hilde estaba como petrificada en la cama. Notaba los brazos
rígidos. y las manos, con las que tenía sujeta la carpeta le
temblaban.
Eran casi las once. Había estado leyendo durante más de dos horas.
Alguna que otra vez, había levantado la vista de la carpeta riéndose
a carcajadas pero también pasaba hojas gimoteando. Menos mal
que no había nadie en casa
¡Todo lo que había leído en dos horas! Empezó con que Sofía tenía
que despertar la atención del mayor cuando regresaba a casa
después de haber estado en la Cabaña del Mayor. Al final se había
subido a un árbol, y entonces llegó Morten, el ganso que venía del
Líbano, como un ángel liberador.
Hilde se acordaba siempre de que su padre le había leído cuando
era pequeña El maravilloso viaje de Nils Holgersson. Durante
muchos años, ella y su padre habían tenido un idioma secreto
relacionado con aquel libro. Y ahora su padre volvía a sacar a
relucir al viejo ganso.
Luego Sofía estuvo sola, por primera vez, en un café. A Hilde le
llamó especialmente la atención lo que Alberto contó sobre Sartre
y el existencialismo. Casi había conseguido convertirla, pero
también era verdad que había estado a punto de convertirla en
muchas otras ocasiones durante la lectura.
Hacia un año Hilde había comprado un libro sobre astrología. En
otra ocasión había llevado a casa unas cartas de tarot.
Y otra vez
se había presentado con un pequeño libro sobre espiritismo. Todas
las veces, su padre le había echado un pequeño
sermón, utilizando
palabras como «sentido crítico» y «superstición», pero hasta ahora
no se había vengado. Y lo había
preparado bien. Estaba claro que
su hija no iba a hacerse mayor sin haber sido seriamente advertida
contra esas cosas. Para estar totalmente seguro, la había saludado
con la mano a través de un televisor en una tienda de
electrodomésticos. Se podría haber ahorrado eso último...
Lo que más le intrigaba era la chica del pelo negro.
Sofía... ¿quién eres, Sofía? ¿De dónde vienes? ¿Por qué te has
cruzado en mi camino?
Al final Sofía había recibido un libro sobre ella misma. ¿Sería el
mismo libro que Hilde tenía en las manos en ese momento,
y que
no era más que una carpeta? Pero, de todos modos,
¿cómo era
posible encontrarse con un libro sobre una misma en un libro sobre
una misma? ¿Qué ocurriría si Sofía empezaba a leer ese libro?
¿Qué iba a ocurrir ahora? ¿Qué podía ocurrir ahora?
Hilde notó con los dedos que quedaban ya muy pocas hojas.
Al volver a casa, Sofía se encontró con su madre en el autobús.
¡Qué mala suerte! ¿Qué diría cuando viera el libro
que llevaba en
la mano?
Sofía intentó meterlo en la bolsa con los confetis y los globos
que había comprado para la fiesta, pero no le dio tiempo.
–¡Hola, Sofía! ¡Qué casualidad que hayamos cogido el mismo
autobús! ¡Qué bien!
–Hola...
–¿Has comprado un libro?
–No exactamente.
–El mundo de Sofía, qué curioso.
Sofía se dio cuenta de que ni siquiera tenía una mínima
posibilidad de mentir.
–Me lo ha regalado Alberto.
–Ya me lo figuro. Bueno, como ya he dicho antes, tengo muchas
ganas de conocer a ese hombre. ¿Me dejas ver?:
–Mamá, ¿no puedes esperar por lo menos hasta que lleguemos a
casa? Es mi libro.
–Sí, sí, es tu libro. Sólo quiero mirar la primera página.
Pero...
«Sofía Amundsen volvía a casa después del instituto».
–¿Lo pone de verdad?
–Sí, Sofía, lo pone. Está escrito por alguien que se llama Albert
Knag. Es desconocido. ¿Cómo se llama ese Alberto
tuyo?
–Knox.
–Tal vez ese extraño hombre haya escrito un libro entero sobre
ti, Sofía. Puede que haya usado lo que se llama
un pseudónimo.
–No es él, mamá. Déjalo, de todos modos no vas a entender nada.
–Bueno, si tú lo dices. Mañana será por fin la fiesta. Ya verás
como todo se arregla.
–Alberto Knag vive en otra realidad. Este libro es una corneja
blanca.
–Por favor, déjalo ya. ¿No era un conejo blanco?
–¡Basta!
La conversación entre madre e hija no dio más de si, antes de
que tuvieran que bajarse en Camino del Trébol. Allí se
encontraron con una manifestación.
–¡Qué fastidio! –exclamó Helene Amundsen. Creía que por lo
menos en este barrio nos libraríamos del parlamento callejero».
No había más que diez o doce personas. En las pancartas
ponía:
«PRONTO LLECARÁ EL MAYOR», «SÍ A LA RICA COMIDA EN SAN
JUAN» y NACIONES UNIDAS».
A Sofía casi le daba pena su madre.
–No te preocupes por ellos, mamá –dijo.
–Pero qué manifestación tan rara, ¿no, Sofía? Casi un poco
absurda.
–No es nada.
–El mundo cambia cada vez más deprisa. En realidad,
ni siquiera
me sorprende.
–Por lo menos deberla sorprenderte el hecho de que no te
sorprenda.
–En absoluto. Siempre que no sean violentos. Espero que no
hayan pisado los rosales. No veo la necesidad de hacer una
manifestación en un jardín.
–Ha sido una manifestación filosófica, mamá. Los filósofos
auténticos no pisan los rosales.
–¿Sabes una cosa, Sofía? No sé si creo en los filósofos
auténticos. En nuestros días casi todo es sintético.
Pasaron la tarde haciendo preparativos. A la mañana siguiente,
decoraron la mesa y el jardín. Luego llegó Jorunn.
–¡Madre mía! Mis padres vendrán con los otros. Es culpa tuya que
vengan, Sofía.
Media hora antes de llegar los invitados, todo estaba preparado.
Los árboles del jardín estaban decorados con confetis y farolillos
japoneses. Habían metido cables alargadores
por una ventana
del sótano. La verja, los árboles de la entrada y la fachada de la
casa estaban decorados con globos. Sofía y Jorunn habían estado
toda la tarde soplando
para hincharlos.
En la mesa había pollo y ensaladas, panecillos y pan trenzado. En
la cocina había bollos, rosquillas y tartas de nata y chocolate,
pero en medio de la mesa ya habían colocado
un gran pastel de
veinticuatro anillas. En lo alto del pastel su madre había colocado
la figurita de una muchacha
vestida para la confirmación. La
madre habla dicho que la figura no tenía por qué representar a
una muchacha de confirmación, pero Sofía estaba convencida de
que la habla colocado sólo porqué ella había dicho, en alguna
ocasión, que no sabia si se iba a confirmar o no. Para su madre
era como si con ese pastel y con esa fiesta estuvieran celebrando
la confirmación de Sofía.
–Esta vez no hemos escatimado en nada –dijo varias
veces
durante la última media hora antes de llegar los invitados.
Llegaron los invitados. Primero llegaron tres de las chicas de la
clase, con blusas veraniegas, faldas largas, chaquetas
de punto y
un poco de rimel. Un poco más tarde aparecieron por allí Jorgen
y Lasse. Entraron por la puerta del jardín con una mezcla de
timidez y arrogancia típica de los chicos de su edad.
–¡Felicidades!
–Por fin, tú también te has hecho mayor.
Sofía se dio cuenta de que Jorunn y Jorgen ya se estaban
mirando disimuladamente. Había algo en el aire. Y además era
San Juan.
Todo el mundo traía regalos, y como se trataba de una fiesta
filosófica, varios de los invitados habían intentado
averiguar lo
que era la filosofía. Aunque no todos habían
conseguido
encontrar regalos filosóficos, la mayoría de ellos se habla
esforzado en escribir algo filosófico en la tarjeta. Le regalaron un
diccionario de filosofía y un diario con llave en el que ponía: ANOTACIONES FILOSÓFICAS
PERSONALES>.
Conforme iban llegando los invitados, la madre de Sofía les
servia sidra en copas altas de vino blanco.
–Bienvenido... ¿Cómo se llama este joven?... A ti no te conozco...
Cuánto me alegro de verte, Cecilie.
Cuando todos los jóvenes habían llegado y estaban bajo los
árboles frutales con sus copas, el Mercedes blanco de los padres
de Jorunn aparcó delante de la casa. El asesor fiscal vestía un
correcto traje gris de irreprochable corte. La señora llevaba un
traje pantalón rojo con lentejuelas de color rojo oscuro. Sofía
habría jurado que la señora había entrado en una tienda de
juguetes a comprar una muñeca Barbie que llevara ese traje
pantalón. Luego le había dado la muñeca a un sastre,
encargándole que le hiciera uno idéntico. También podría ser que
el asesor fiscal hubiese comprado la muñeca y que se la hubiese
entregado a un mago para que la convirtiera en una mujer de
carne y hueso. Pero esta posibilidad era tan improbable que Sofía
la rechazó.
Bajaron del Mercedes y, al entrar en el jardín, los jóvenes
se
quedaron mudos de asombro. El asesor fiscal en persona, de
parte de toda la familia Ingebrigtsen, entregó a Sofía un paquete
largo y estrecho. Sofía intentó no perder los estribos cuando
resultó ser una... si eso... una muñeca Barbie.
–¿Estáis tontos o qué? ¡Sofía ya no juega con muñecas!
La señora Ingebrigtsen acudió en seguida, haciendo tintinear las
lentejuelas.
–Es para que la tenga de adorno, claro está.
–Bueno, muchas gracias –dijo Sofía intentando suavizar
la
situación.
La gente empezaba a circular alrededor de la mesa.
–Entonces ya sólo falta Alberto –dijo la madre de Sofía en un tono
ligeramente excitado, intentando ocultar su preocupación. Ya
entre los demás invitados había corrido
el rumor sobre ese
invitado tan especial.
–Ha prometido venir, y vendrá.
–Entonces no nos podemos sentar antes de que venga,
¿no?
–Si, sentémonos.
Helene Amundsen se puso a colocar a los invitados alrededor de
la larga mesa, cuidando de que quedara una silla libre entre ella
y Sofía. Hizo algún comentario sobre lo que iban a comer, sobre
el tiempo, y sobre el hecho de que Sofía era ya una mujer adulta.
Llevaban ya media hora en la mesa cuando un hombre
de
mediana edad, con perilla y boina, llegó andando por el Camino
del Trébol. Traía un gran ramo con quince rosas rojas.
–¡Alberto!
Sofía se levantó de la mesa y fue a recibirle. Le dio un fuerte
abrazo y cogió el ramo. Él contestó a la bienvenida hurgando en
los bolsillos de su chaqueta, de donde sacó un par de grandes
petardos a los que prendió fuego y lanzó al aire. Luego se colocó
en el sitio libre entre Sofía y su madre.
–¡Felicidades de todo corazón! –dijo.
El grupo estaba atónito. La señora Ingebrigtsen lanzó una
elocuente mirada a su marido. La madre de Sofía, por el
contrario, experimentó tal alivio al ver que el hombre había
venido, que podría perdonarle cualquier cosa. La homenajeada
tuvo que reprimir la risa que le estaba haciendo
cosquillas en la
tripa.
Helene Amundsen pidió la palabra y dijo:
–Doy la bienvenida también a Alberto Knox a esta fiesta
filosófica. Él no es mi nuevo amante; aunque mi marido
esté
siempre viajando no tengo ningún amante. Este extraño señor es
el nuevo profesor de filosofía de Sofía. Además de saber lanzar
petardos, sabe muchas más cosas. Este hombre es capaz de
sacar un conejo vivo de un sombrero
negro de copa. ¿O era una
corneja, Sofía?
–Gracias, muchas gracias –dijo Alberto, y se sentó.
–¡Salud! –dijo Sofía, y todos levantaron sus copas con coca-cola.
Estuvieron sentados comiendo durante mucho tiempo.
De
pronto Jorunn se levantó de la mesa, se acercó con paso decidido
a Jorgen y le dio un sonoro beso en la boca, a lo que él respondió
intentando tumbarla sobre la mesa para poder agarrarla mejor y
devolverle el beso.
–Creo que voy a desmayarme –exclamó la señora Ingebrigtsen.
–En la mesa no, hijos míos –fue el único comentario
de la señora
Amundsen.
–¿Por qué no? –preguntó Alberto volviéndose hacia ella.
–¡Qué pregunta tan extraña!
Para un auténtico filósofo nunca está de más preguntar.
Y entonces, algunos de los chicos que no habían recibido
ningún
beso empezaron a tirar huesos de pollo al tejado.
Esto también
provocó un comentario de la madre de Sofía:
–No hagáis eso, por favor. Resulta muy molesto tener
huesos de
pollo en los canalones.
Pedimos disculpas dijo uno de los chicos. Y comenzaron
a tirar
los huesos de pollo al otro lado de la verja.
–Creo que ha llegado la hora de recoger los platos y sacar el
postre –dijo finalmente la señora Amundsen
¿Cuántos quieren café?
Los señores Ingebrigtsen, Alberto y otros dos invitados
levantaron la mano.
–Sofía y Jorunn, ¿queréis ayudarme?
En el camino hacia la cocina, las dos amigas pudieron
charlar un
poco.
–¿Por qué le besaste?
–Estaba mirando su boca, y de repente me entraron muchas
ganas de besarle. No pude resistirme.
–¿A qué te supo?
–Un poco distinto de lo que me había imaginado, pero...
¿Era la primera vez?
–Pero no será la última.
En seguida estuvieron sobre la mesa el café y las tartas.
Alberto
había empezado a repartir petardos entre los chicos, pero la
madre de Sofía pidió la palabra otra vez.
–No haré un gran discurso –dijo–. Pero sólo tengo una hija, y ha
pasado exactamente una semana y un día desde que cumplió
quince años. Como podéis ver, no hemos
escatimado en nada. En
el pastel hay veinticuatro anillas,
así que por lo menos hay una
anilla para cada uno. Los que se sirvan primero, pueden coger
dos anillas, porque
empezamos desde arriba, y las anillas se
hacen cada vez más grandes. Lo mismo pasa con nuestras vidas.
Cuando
Sofía era pequeña, daba pasitos en redondo en círculos
pequeños y modestos. Pero con los años, los círculos han ido
ensanchándose cada vez más. Ahora van desde casa hasta el
casco viejo y luego vuelven otra vez a casa. Y como
además
tiene un padre que viaja mucho, ella llama por teléfono a todo el
mundo. ¡Felicidades, Sofía!
–¡Qué delicia! –exclamó la señora Ingebrigtsen.
Sofía no sabía si se refería a la madre, al discurso en si, al pastel
de anillas o a la propia Sofía.
El grupo aplaudía, y un chico lanzó un petardo a un peral. Jorunn
se levantó de la mesa e intentó levantar a Jorgen de su silla. Él se
dejó llevar, se tumbaron en la hierba y siguieron besándose. Al
cabo de un rato, rodaron por el suelo bajo unos groselleros.
–Hoy en día son las chicas las que llevan la iniciativa
–dijo el
asesor fiscal.
Dicho esto, se levantó de la mesa y se fue hacia los groselleros,
donde se quedó para estudiar el fenómeno de cerca.
Todos los invitados siguieron su ejemplo. Sólo Sofía y Alberto se
quedaron sentados en sus sitios. Pronto los invitados estaban
formando un semicírculo alrededor de Jorunn y Jorgen, que ya
habían abandonado los inocentes
besos, para pasar a una forma
más descarada de caricias.
–No hay manera de pararlos –dijo la señora Ingebrigtsen,
no sin
cierto orgullo.
–Cierto –dijo su marido–. Las generaciones siguen a las
generaciones.
Miró a su alrededor para ver si sus acertadas palabras habían
sido bien recibidas. Como sólo se encontró con cabezas
mudas,
añadió:
–¡Qué remedio!
Desde lejos, Sofía vio que Jorgen intentaba desabrochar
la blusa
de Jorunn, que ya estaba bastante manchada de hierba. Ella
estaba manoseando el cinturón de él.
–A ver si os vais a acatarrar –dijo la señora Ingebrigtsen.
Sofía miró abatida a Alberto.
–Esto avanza más deprisa de lo que yo había pensado
–dijo él–.
Tenemos que marcharnos de aquí; pero antes, quiero decir
algunas palabras.
Sofía comenzó a dar palmas.
–¿Queréis volver a sentaros? Alberto va a decir algo.
Todos, menos Jorunn y Jorgen, se acercaron a la mesa y se
sentaron.
–¿Nos va a hablar? –dijo Helene Amundsen–. ¡Qué amable!
–Gracias a usted.
–Y luego le encanta pasear, ¿verdad que si? Dicen que es muy
importante mantenerse en forma. Resulta muy simpático, en mi
opinión, llevarse al perro de paseo. Se llama Hermes, ¿no?
Alberto se levantó y pidió la palabra.
–Querida Sofía –dijo–, creo recordar que ésta es una fiesta
filosófica y, por lo tanto, voy a dar un discurso filosófico.
Y fue interrumpido por un aplauso.
–En esta desenfrenada fiesta no vendría mal un poco de razón.
Pero no nos olvidemos de felicitar a la anfitriona, que ha
cumplido quince años.
Aún no había acabado la frase, cuando se oyó el ruido de un
avión que se estaba acercando. Pronto se encontraba
volando
muy bajo sobre el jardín. El avión llevaba
una especie de
bandera muy larga en la que ponía:
¡Felicidades en tu decimoquinto cumpleaños! Más aplausos y más
fuertes.
–Ya veis –exclamó la señora Amundsen–. Este hombre sabe otras
cosas aparte de lanzar petardos.
–Gracias, no ha sido nada. Durante las últimas semanas,
Sofía y
yo hemos realizado una investigación filosófica de gran
envergadura. Deseo aquí y ahora exponer los resultados
a los
que hemos llegado. Vamos a desvelar los secretos
más íntimos
de la existencia.
De pronto se hizo tal silencio que se oía el canto de los pájaros.
También se oían sonoros besos que venían de los groselleros.
–¡Continúa! –dijo Sofía!
–Tras profundas indagaciones, que han abarcado desde los
primeros filósofos griegos hasta hoy, nos hemos encontrado con
que vivimos nuestras vidas en la conciencia
de un mayor. Este
señor presta en la actualidad sus servicios
como observador de
las Naciones Unidas en el Líbano, pero también ha escrito un
libro a su hija, que vive en Lillesand. Ella se llama Hilde Møller
Knag y cumplió quince años el mismo día que Sofía. El libro, que
trata sobre
todos nosotros, estaba encima de su mesilla cuando
ella se despertó temprano en la mañana del día 15 de junio.
En
realidad se trata de una carpeta de anillas. Y justo en este
momento está notando que las últimas hojas le hacen
cosquillas
en los dedos.
Una especie de nerviosismo había comenzado a extenderse
alrededor de la mesa.
–Nuestra existencia no es ni más ni menos que una especie de
entretenimiento para el cumpleaños de Hilde Møller Knag.
Porque todos hemos sido creados por la imaginación
del mayor,
sirviéndole como una especie de fondo para la enseñanza
filosófica que ha recibido su hija. Esto quiere decir, por ejemplo,
que el Mercedes blanco que hay en la puerta no vale un céntimo.
No es nada. No vale más que todos esos Mercedes blancos que
ruedan y ruedan por la cabeza de un pobre mayor de las
Naciones Unidas, que en este momento acaba de sentarse a la
sombra
de una palmera, con el fin de evitar una insolación. Hace
mucho calor en el Líbano, amigos míos.
–¡Tonterías –exclamó el asesor fiscal–. No son más que disparates.
–La palabra es libre, desde luego –dijo Alberto, que seguía
imperturbable–. Pero la verdad es que lo que es un disparate es
esta fiesta, y la única pequeña dosis de razón en todo esto es mi
discurso.
Entonces el asesor fiscal se levantó y dijo:
–Uno intenta llevar adelante sus negocios de la mejor
manera
posible. Y además procura tener cuidado en todos
los sentidos.
Y encima tiene que tolerar que venga un sinvergüenza vago que,
con ciertas aseveraciones «filosóficas
», intenta derribar todo lo
que has conseguido.
Alberto asintió con la cabeza.
–Contra este tipo de comprensión filosófica no sirve ningún
seguro. Estamos ante algo peor que las catástrofes naturales,
señor asesor fiscal. Como usted sabe, el seguro tampoco cubre
ese tipo de catástrofes.
–Esto no es ninguna catástrofe de la naturaleza.
–No, es una catástrofe existencial. Eche usted un vistazo a los
groselleros y comprenderá lo que quiero decir.
Uno no puede
asegurarse contra el derrumbamiento de su existencia. Tampoco
puede asegurarse contra el apagón del sol.
–¿Tenemos que tolerar esto? –dijo el padre de Jorunn
mirando a
su mujer.
Ella dijo que no con la cabeza y lo mismo hizo la madre
de Sofía.
–Qué pena –dijo. Y aquí era donde no se había escatimado en
nada.
Sin embargo, los jóvenes tenían las miradas clavadas en Alberto.
Pues suele ocurrir que la juventud está más abierta a nuevos
pensamientos e ideas que la gente que ya ha vivido bastantes
años.
–Nos gustaría seguir oyéndote –dijo un chico de pelo rubio
rizado y gafas.
Gracias, pero en realidad no queda mucho por decir.
Cuando se
ha llegado a la certeza de que se es una imagen
soñada en la
conciencia adormecida de otra persona, entonces, en mi opinión,
es más sensato callarse. Pero puedo concluir recomendando a los
jóvenes un pequeño curso sobre la historia de la filosofía. Así
desarrollaréis una postura crítica ante el mundo en el que vivís.
Es muy importante
adoptar una postura crítica ante los valores
de la generación de los padres. Si en algo me he esforzado, es en
enseñarle a Sofía a pensar críticamente. Hegel lo llamó “pensar
negativamente»
El asesor fiscal aún no se había vuelto a sentar. Se había
quedado de pie dando pequeños golpes en la mesa con las
yemas de los dedos.
–Este agitador intenta destruir todas esas posturas sanas ante la
escuela y la Iglesia que intentamos inculcar en las nuevas
generaciones, pues ellos son los que tienen la vida por delante, y
los que algún día heredarán nuestras propiedades. Si este
agitador no abandona inmediatamente
la fiesta, llamaré a mi
abogado. Él sabrá lo que hay que hacer.
–Poco importa lo que quiera hacer, pues usted no es más que una
imagen de sombras. Por otra parte, Sofía y yo abandonaremos la
fiesta dentro de un instante. Pues el curso de filosofía no ha sido
simplemente un proyecto filosófico.
También ha tenido su lado
práctico. Cuando llegue el momento, desapareceremos por arte
de magia. De esa manera también queremos salirnos a
escondidas de la conciencia
del mayor.
Helene Amundsen agarró a su hija por el brazo.
¡No irás a dejarme, Sofía!
Sofía abrazó a su madre. Miró a Alberto y dijo:
–Mamá se pondrá muy triste...
–No, eso es una tontería. No debes olvidar lo que has aprendido.
Es precisamente de esa tontería de la que debemos librarnos. Tu
madre es una mujer tan agradable y simpática como la cesta de
Caperucita Roja, que estaba llena de comida para su abuelita.
Pero su tristeza no es mayor
que la necesidad que tiene ese
avión que acaba de pasar
de coger combustible.
–Creo que entiendo lo que quieres decir admitió Sofía. Se volvió
hacia su madre. Por eso tengo que dejarte,
mamá. Algún día
tendría que hacerlo.
–Te echaré de menos dijo la madre–. Pero si hay un cielo por
encima de éste, más vale que vueles. Me ocuparé
de Govinda.
¿Debo ponerle una o dos hojas de lechuga
al día?
Alberto le puso una mano en el hombro.
–Ni tú ni nadie más nos echaréis de menos, y la razón
es
simplemente que no existís. Y entonces tampoco tenéis
ningún
mecanismo con el que echarnos de menos.
–¡Ésta es la ofensa más grave que pueda imaginarse!
–exclamó la señora Ingebrigtsen.
El asesor fiscal le dio la razón.
–De cualquier forma, le cogeremos por injurias. A lo mejor es
comunista. Quiere quitarnos todo aquello que apreciamos. Es un
canalla. Un malvado grosero...
Tras esto, Alberto y el asesor fiscal se sentaron. Este último
estaba rojo de ira. Jorunn y Jorgen vinieron a sentarse
a la mesa.
Sus ropas estaban sucias y arrugadas. El pelo rubio de Jorunn
estaba lleno de barro y tierra.
–Mamá, estoy embarazada –dijo.
–Bueno, pero espera a que lleguemos a casa.
En seguida recibió el apoyo de su marido.
–Tendrá que aguantarse. Y si el bautismo es esta noche,
tendrá
que arreglárselas ella sola.
Alberto lanzó una seria mirada a Sofía.
–Ha llegado la hora.
–¿Por qué no nos haces un poco de café antes de irte?
–dijo la
madre.
–Sí, mamá, lo haré.
Sofía se llevó el termo a la cocina y se puso a hacer más café.
Mientras esperaba a que se hiciera el café, dio de comer a los
pájaros y a los peces. También entró en el baño para dar una
hoja de lechuga a Govinda. Al gato no lo vio, pero abrió una lata
grande de comida para gatos y la echó en un plato hondo que
puso delante de la puerta. Notó que tenía los ojos humedecidos.
Cuando volvió al jardín, se dio cuenta de que la fiesta parecía ya
más una fiesta infantil que la de alguien que acabara de cumplir
quince años. Había botellas volcadas, habían untado por toda la
mesa un trozo de tarta de chocolate,
la fuente de los bollos
estaba tirada en el suelo. En el momento de salir Sofía, un chico
estaba poniendo un petardo
en la tarta de nata. Estalló y toda la
nata se esparció entre la mesa y los invitados. El más
perjudicado fue el traje pantalón de la señora Ingebrigtsen.
Lo curioso fue que tanto ella, como todos los demás, lo tomaron
con la mayor naturalidad del mundo. Jorunn cogió un gran trozo
de tarta de chocolate y le untó la cara a Jorgen. Después, empezó
a lamerle.
La madre de Sofía y Alberto se habían sentado en el balancín, un
poco alejados de los demás. Llamaron a Sofía.
–Por fin habéis podido hablar a solas –dijo Sofía.
–Y tú tenías toda la razón –dijo la madre, entusiasmada–.
Alberto
es una persona muy generosa. Te dejo en sus fuertes brazos.
Sofía se sentó entre ellos.
Dos de los chicos habían logrado llegar al tejado. Una chica se
dedicaba a pinchar todos los globos con una horquilla. También
llegó en moto un huésped no invitado. Traía vino y aguardiente.
Fue recibido por algunos que se prestaron gustosamente a
ayudarle a descargar.
El asesor fiscal se levantó de la mesa. Dio unas palmadas
y dijo:
¿Vamos a jugar, niños?
Se aseguró una de las botellas de cerveza, la vació y la colocó en
medio de la hierba. Luego volvió a la mesa y cogió
las últimas
cinco anillas del pastel. Mostró a los invitados cómo había que
tirar las anillas por encima de la botella.
¡Qué pueril! –dijo Alberto. Tenemos que escaparnos
antes de que
el mayor ponga el punto final y Hilde cierre la carpeta.
–Entonces vas a tener que recoger todo tú sola, mamá.
–No importa, hijita. Esto no es vida para ti. Si Alberto
te puede
proporcionar una existencia mejor, nadie se alegrará más que yo.
¿Dijiste que tenía un caballo blanco?
Sofía miró al jardín. Estaba irreconocible. Botellas y huesos de
pollo, bollos y globos estaban pisoteados en la hierba.
–Esto fue mi pequeño paraíso –dijo.
–Y ahora serás expulsada del paraíso –contestó Alberto.
Uno de los chicos se había sentado dentro del Mercedes
blanco.
Arrancó y se precipitó por la puerta cerrada del jardín, entró en
el camino de gravilla y bajó al jardín.
Sofía notó que alguien la agarraba fuertemente por el brazo. Algo
la llevó hacia el Callejón. Oyó la voz de Alberto
que decía:
–¡Ahora!
Al mismo tiempo, el Mercedes blanco destrozó un manzano. Las
manzanas verdes rodaron por el capó.
–¡Esto es demasiado! –gritó el asesor fiscal. Exijo una sustanciosa
indemnización.
Recibió el apoyo incondicional de su encantadora mujer.
La culpa la tiene ese grosero. ¿Dónde está?
Es como si se los hubiera tragado la tierra dijo Helene
Amundsen, y lo dijo no sin cierto orgullo.
Se enderezó, se acercó a la mesa manchada y comenzó
a recoger
algo de la fiesta filosófica del jardín.
–¿Quiere alguien más café?

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