jueves, 3 de julio de 2008

Sócrates

Sócrates

... más sabia es la que sabe lo que no sabe....
Sofía se puso un vestido de verano y bajó a la cocina. Su madre
estaba inclinada sobre la encimera. Decidió no decirle nada sobre
el pañuelo de seda.
–¿Has recogido el periódico? – se le escapó a Sofía.
La madre se volvió hacia ella.
–¿Me haces el favor de recogerlo tu?
Sofía se fue corriendo al jardín y se inclinó sobre el buzón verde.
Solamente un periódico. Era pronto para esperar respuesta a su
carta. En la portada del periódico leyó unas líneas sobre los cascos
azules de las Naciones Unidas en el Líbano.
Los cascos azules... ¿No era lo que ponía en el sello de la postal del
padre de Hilde? Pero llevaba sellos noruegos. A lo mejor los
cascos azules de las Naciones Unidas llevaban consigo su propia
oficina de correos.
Cuando su madre hubo terminado en la cocina, le dijo a Sofía
medio en broma:
–Vaya, sí que te interesa el periódico.
Afortunadamente no dijo nada más sobre buzones y cosas por el
estilo, ni durante el desayuno ni más tarde, en el transcurso del día.
Cuando se fue a hacer la compra, Sofía cogió la carta sobre la fe en
el destino y se la llevó al Callejón.
El corazón le dio un vuelco cuando de repente vio un sobrecito
blanco junto a la caja que contenía las cartas del profesor de
filosofía. Sofía estaba segura de que no la había dejado allí.
También este sobre estaba mojado por los bordes, y tenía,
exactamente como el anterior, un par de profundas incisiones.
¿Había estado ahí el profesor de filosofía? ¿conocía su escondite
más secreto? ¿Pero por qué estaban mojados los sobres?
Sofía daba vueltas a todas esas preguntas. Abrió el sobre y leyó la
nota.
Querida Sofía. He leído tu carta con gran interés, y también con
un poco de pesar, ya que tendré que desilusionarte respecto a lo de
las visitas para tomar café y esas cosas. Un día nos conoceremos,
pero pasará bastante tiempo hasta que pueda aparecer por tu calle.
Además, debo añadir que a partir de ahora no podré llevarte las
cartas personalmente. A la larga, sería demasiado arriesgado. A
partir de ahora, mi pequeño mensajero te las llevará, y las
depositará directamente en el lugar secreto del jardín.
Puedes seguir poniéndote en contacto conmigo cuando sientas
necesidad de ello. En ese caso, tendrás que poner un sobre de
color rosa con una galletita dulce o un terrón de azúcar dentro.
Cuando mi mensajero descubra una carta así, me traerá el correo.
P. D. No es muy agradable tener que rechazar tu invitación a
tomar café, pero a veces resulta totalmente necesario.
P. D P. D. Si encontraras un pañuelo rojo de seda, ruego lo
guardes bien. De vez en cuando, objetos de este tipo se cambian
por error en colegios y lugares así, y ésta es una escuela de
filosofía.
Saludos, Alberto Knox.
Sofía tenía catorce años y en el transcurso de su vida había recibido
unas cuantas cartas, por Navidad, su cumpleaños y fechas
parecidas. Pero esta carta era la más curiosa que había recibido
jamás.
No llevaba ningún sello. Ni siquiera había sido metida en el buzón.
Esta carta había sido llevada directamente al lugar secretísimo de
Sofía dentro del viejo seto. También resultaba curioso que la carta
se hubiera mojado en ese día primaveral tan seco.
Lo más raro de todo era, desde luego, el pañuelo de seda. El
profesor de filosofía también tenía otro alumno. ¡Vale! Y ese otro
alumno había perdido un pañuelo rojo de seda. ¡Vale! ¿Pero cómo
había podido perder el pañuelo debajo de la cama de Sofía?
Y Alberto Knox... ¿No era ése un nombre muy extraño?
Con esta carta se confirmaba, al menos, que existía una conexión
entre el profesor de filosofía y Hilde Møller Knag. Pero lo que
resultaba completamente incomprensible era que también el padre
de Hilde hubiera confundido las direcciones.
Sofía se quedó sentada un largo rato meditando sobre la relación
que pudiese haber entre Hilde y ella. Al final, suspiró resignada. El
profesor de filosofía había escrito que un día le conocería.
¿Conocería a Hilde también?
Dio la vuelta a la hoja y descubrió que había también algunas
frases escritas al dorso:
¿Existe un pudor natural?
Más sabia es la que sabe lo que no sabe
La verdadera comprensión viene de dentro
Quien sabe lo que es correcto también hará lo correcto.
Sofía comprendió que las frases cortas que venían en el sobre
blanco la iban a preparar para el próximo sobre grande que llaria
muy poco tiempo después. Se le ocurrió una cosa: si el mensajero,
iba a depositar el sobre ahí, en el Callejón, podía simplemente
ponerse a esperarle. ¿O sería ella? ¡En ese caso se agarraría a esa
persona hasta que el o ella le contara algo mas del filósofo! En la
carta ponía, además, que el mensajero era pequeño. ¿Se trataría de
un niño?
«¿Existe un pudor natural?»
Sofía sabía que pudor era una palabra anticuada que significaba
timidez; por ejemplo, sentir pudor por que alguien te vea desnudo.
¿Pero era en realidad natural sentirse intimidado por ello?
Decir que algo es natural, significa que es algo aplicable a la
mayoría de las personas.
Pero en muchas partes del mundo, era natural ir desnudo.
¿Entonces, era la sociedad la que decidía lo que se podía y lo que
no se podía hacer? Cuando la abuela era joven, por ejemplo, no se
podía tomar el sol en top less. Pero, hoy en día, la mayoría opinaba
que era algo natural; aunque en muchos países sigue estando
terminantemente prohibido. Sofía se rascó la cabeza. ¿Era esto
filosofía?
Y luego la siguiente frase: Más sabia es la que sabe lo que no sabe.
¿Más sabia que quien? Si lo que quería decir el filósofo era que,
una que era consciente de que no sabía todo, era más sabia que una
que sabía igual de poco, pero que, sin embargo, se imaginaba saber
un montón, entonces no resultaba difícil estar de acuerdo.
Sofía nunca había pensado en esto antes. Pero cuanto más pensaba
en ello, más claro le parecía que el saber lo que uno no sabe,
también es, en realidad, una forma de saber. No aguantaba a esa
gente tan segura de saber un montón de cosas de las que no tenía ni
idea.
Y luego eso de que los verdaderos conocimientos vienen de dentro.
¿Pero no vienen en algún momento todos los conocimientos desde
fuera, antes de entrar en la cabeza de la gente? Por otra parte, Sofía
se acordaba de situaciones en las que su madre o los profesores le
habían intentado enseñar algo que ella había sido reacia a aprender.
Cuando verdaderamente había aprendido algo, de alguna manera,
ella había contribuido con algo.
Cuando de repente había entendido algo, eso era quizás a lo que se
llamaba comprensión.
Pues sí, Sofía opinaba que se había defendido bastante bien en los
primeros ejercicios. Pero la siguiente afirmación era tan extraña
que simplemente se echó a reír: Quien sepa lo que es correcto
también hará lo correcto.
¿Significaba eso que cuando un ladrón robaba un banco lo hacía
porque no sabía que no era correcto?
Sofía no lo creía. Al contrario, pensaba que niños y adultos eran
capaces de hacer muchas tonterías, de las que a lo mejor se
arrepentían más tarde, y que precisamente lo hacían a pesar de
saber que no estaba bien lo que hacían.
Mientras meditaba sobre esto, oyó crujir unas hojas secas al otro
lado del seto que daba al gran bosque. ¿Sería acaso el mensajero?
Sofía tuvo la sensación de que su corazón daba un salto. Pero aún
tuvo mas miedo al oír que lo que se acercaba respiraba como un
animal.
De repente vio un gran perro que había conseguido meterse en el
Callejón desde el bosque. Tenía que ser un labrador. En la boca
llevaba un sobre amarillo grande, que soltó justamente delante de
las rodillas de Sofía. Todo sucedió con tanta rapidez que Sofía no
tuvo tiempo de reaccionar. En unos instantes tuvo el sobre en la
mano, pero el perro se había esfumado. Cuando todo hubo pasado,
reaccionó. Puso las manos sobre las piernas y empezó a llorar.
No sabia cuánto tiempo había permanecido así, pero al cabo de un
rato volvió a levantar la vista.
¡Conque ése era el mensajero! Sofía respiró aliviada. Esa era la
razón por la que los sobres blancos siempre estaban mojados por
los bordes. Y ahora resultaba evidente por qué tenía como
incisiones en el papel. ¿Cómo no se le había ocurrido? Además,
ahora tenía cierta lógica la orden de meter una galleta dulce o un
terrón de azúcar en el sobre que ella mandara al filósofo.
No pensaba siempre tan rápidamente como le hubiera gustado. No
obstante, era indiscutible que tener a un perro bien enseñado como
mensajero era algo bastante insólito. Al menos podía abandonar la
idea de obligar al mensajero a revelar dónde se encontraba Alberto
Knox.
Sofía abrió el voluminoso sobre y se puso a leer.

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