viernes, 4 de julio de 2008

Freud

Freud

... ese terrible deseo egoísta que había surgido en ella...
Hilde Møller Knag se levantó de la cama de un salto, con la pesada
carpeta de anillas en los brazos. Dejó la carpeta sobre el escritorio,
cogió su ropa volando y se la llevó al baño, donde se metió unos
minutos debajo de la ducha. Finalmente
se vistió en un abrir y
cerrar de ojos, y bajó corriendo a la cocina.
–Ya está el desayuno, Hilde.
–Antes tengo que salir a remar un poco.
–¡Pero Hilde!
Salió de la casa y bajó a toda prisa por el jardín. Soltó la barca y se
metió en ella de un salto. Empezó a remar. Dio una vuelta por toda
la bahía a remo; al principio, estaba muy excitada,
luego se fue
calmando.
«¡Nosotros somos el planeta vivo, Sofía! Somos el gran barco que
navega alrededor de un sol ardiente en el universo. Pero cada uno
de nosotros también es un barco que navega por la vida cargado de
genes. Si logramos llevar esta carga al próximo
puerto, entonces
no habremos vivido en vano...” Sabía esa frase de memoria. Se
había escrito para ella; no para Sofía, sino para ella. Todo lo que
había en la carpeta de anillas era una carta de papá a Hilde.
Soltó los remos de las horquillas y los puso dentro. De esta manera
la barca quedó balanceándose sobre el agua. Sonaban
suaves
chasquidos contra el fondo.
La barca flotaba en la superficie de una pequeña bahía en
Lillesand, y ella misma no era más que una cáscara de nuez en la
superficie de la vida.
¿Dónde encajaban Sofía y Alberto en todo esto? Bueno, ¿dónde
estaban Alberto y Sofía?
No le pegaba que sólo fueran unos «impulsos electromagnéticos»
del cerebro del padre. No le cuadraba que sólo fuesen papel y tinta
de una cinta impresora de la máquina de escribir portátil de su
padre. Entonces igual podría decir que ella misma era simplemente
una acumulación de compuestos proteínicos
que en algún
momento se habían unido en una «pequeña
charca». Pero ella era
algo mas. Era Hilde Møller Knag.
Claro que la gran carpeta de anillas era un regalo de cumpleaños
fantástico. Y claro que su padre había dado en un núcleo eterno
dentro de ella con este regalo. Pero lo que no le gustaba del todo
era ese tono un poco descarado que utilizaba cuando hablaba de
Sofía y Alberto.
Pero Hilde le daría qué pensar ya en el viaje de vuelta a casa. Se lo
debía a esos dos personajes. Hilde se imaginaba a su padre en el
aeropuerto de Copenhague. Tal vez se quedara por allí vagando
como un tonto.
Pronto Hilde se había serenado del todo. Volvió remando hasta el
muelle y amarró la barca. Luego se quedó mucho tiempo sentada
junto a la mesa del desayuno con su madre.
Muy tarde aquella noche volvió por fin a sacar la carpeta de
anillas. Ya no quedaban muchas páginas.
De nuevo sonaron golpes en la puerta.
–Podríamos taparnos los oídos, ¿no? –dijo Alberto. Y así tal vez
dejen de golpear.
–No, quiero ver quién es.
Alberto la siguió.
Fuera había un hombre desnudo. Se había colocado en una
postura muy solemne, pero lo único que llevaba puesto era una
corona en la cabeza.
–¿Bien? –preguntó–. ¿Qué opinan los señores del nuevo traje del
emperador?
Alberto y Sofía estaban atónitos, lo cual desconcertó un poco al
hombre desnudo.
–¡No me hacen ustedes reverencias! –exclamó.
Alberto hizo de tripas corazón y dijo:
–Es verdad, pero el emperador está totalmente desnudo.
El hombre desnudo se quedó en la misma postura solemne.
Alberto se inclinó sobre Sofía y le susurró al oído:
–Cree que es una persona decente.
El rostro del hombre desnudo adquirió una expresión de enfado.
–¿Acaso se practica en esta casa algún tipo de censura?
–preguntó.
–Lo siento –dijo Alberto–. En esta casa estamos completamente
despiertos y en nuestro sano juicio en todos los sentidos. No
podemos permitir al emperador que entre en esta casa en el
estado tan vergonzoso en que se encuentra.
A Sofía ese hombre desnudo y a la vez tan solemne le resultaba
tan cómico que se echó a reír. Como si esto hubiera
sido una
contraseña secreta, el hombre de la corona en la cabeza
descubrió finalmente que no llevaba ninguna ropa puesta. Se
tapó con las dos manos, se fue corriendo hacia el bosque y
desapareció. Tal vez se encontrara allí con Adán y Eva, Noé,
Caperucita Roja y Winnie Pooh.
Alberto y Sofía se quedaron delante de la puerta muertos de risa.
Al final, Alberto dijo:
–Ya podemos sentarnos dentro otra vez. Te hablaré de Freud y de
su doctrina sobre el subconsciente.
Volvieron a sentarse delante de la ventana. Sofía miró el reloj y
dijo:
–Son ya las dos y media, y yo tengo un montón de cosas que
hacer para la fiesta en el jardín.
–Yo también. Sólo diremos unas pocas palabras sobre
Sigmund
Freud.
–¿Era filósofo?
–Al menos podemos llamarlo «filósofo cultural».
Freud nació en 1856 y estudió medicina en la universidad de
Viena, ciudad en la que vivió gran parte de su vida. Esta época
coincidió con un período de gran florecimiento en la vida cultural
de Viena. Freud se especializó pronto en la rama de la medicina
que llamamos neurología. Hacia finales
del siglo pasado, y muy
entrado nuestro siglo, elaboró su «psicología profunda», o
«psicoanálisis».
–Supongo que lo vas a explicar más detalladamente.
–Por «psicoánalisis» se entiende tanto una descripción
de la
mente humana en sí, como un método de tratamiento
de
enfermedades nerviosas y psíquicas. No presentaré
una imagen
completa ni del propio Freud ni de sus actividades. Pero su teoría
sobre el subconsciente es totalmente
imprescindible si uno
quiere entender lo que es el ser humano.
–Ya has despertado mi interés. ¡Venga!
–Freud pensaba que siempre existe una tensión entre
el ser
humano y el entorno de este ser humano. Mejor dicho, existe una
tensión, o un conflicto, entre los instintos y necesidades del
hombre y las demandas del mundo que le rodea. Seguramente no
es ninguna exageración decir que fue Freud quien descubrió el
mundo de los instintos del hombre. Esto le convierte en un
exponente de las corrientes
naturalistas tan destacadas a finales
del siglo pasado.
–¿Qué quieres decir con «el mundo de los instintos»?
–No siempre es la razón la que dirige nuestros actos.
Es decir, que el hombre no es un ser tan racional como se lo
habían imaginado los racionalistas del siglo XVIII. Son a menudo
impulsos irracionales los que deciden lo que pensamos,
soñamos y hacemos. Esos impulsos irracionales pueden ser la
expresión de instintos o necesidades profundas.
Los instintos
sexuales del ser humano, son, por ejemplo,
tan fundamentales
como la necesidad en el bebé de chupar.
–Entiendo.
–Esto no fue en realidad ningún descubrimiento nuevo. Pero
Freud demostró que esas necesidades básicas o fundamentales
pueden «disfrazarse» o «enmascararse» y, de ese modo, dirigir
nuestros actos sin que nos demos cuenta de ello. Señala además
que los niños pequeños también tienen una especie de
sexualidad. Esta demostración
de una «sexualidad infantil» hizo
reaccionar a la gran burguesía de Viena con gran aversión, y
Freud se convirtió en un hombre muy poco apreciado.
–No me extraña.
–Recuerda que estamos en la llamada «época victoriana
», en la
que todo lo que tenía que ver con la sexualidad
era tabú. Freud
se dio cuenta de la sexualidad infantil a través de su trabajo
como psicoterapeuta, y tenía, aparte, una base empírica para sus
afirmaciones. También observó que muchas formas de neurosis
o enfermedades psíquicas podían tener su origen en conflictos
en la infancia. Poco a poco fue elaborando un método de
tratamiento que podríamos
llamar una especie de «arqueología
mental».
–¿Qué significa eso?
–Un arqueólogo intenta encontrar huellas de un lejano
pasado,
excavando su camino a través de las diferentes
capas de cultura.
Tal vez encuentre un cuchillo del siglo
XVIII; profundizando más
en la tierra quizás encuentre un peine del siglo XIV, y ún más
adentro una vasija del siglo
v.
–¿Sí?
–De la misma manera puede el psicoterapeuta, con la ayuda del
paciente, excavar el camino en la conciencia de éste para recoger
aquel las vivencias que en alguna ocasión
le originaron esos
sufrimientos psíquicos. Porque, según
Freud, todos los
recuerdos del pasado se guardan muy dentro de nosotros.
–Ahora lo entiendo.
–Y entones puede que encuentre una vivencia desagradable,
que
el paciente durante años ha intentado olvidar,
pero que a pesar
de todo ha estado oculta en el fondo, corroyendo sus recursos.
Sacando a la conciencia una experiencia
«traumática« de este
tipo, mostrándola de alguna manera al paciente, él o ella pueden
«acabar de una vez por todas» con el trauma en cuestión y así
curarse.
–Suena lógico.
–Pero voy demasiado deprisa. Veamos primero la descripción que
presenta Freud de la mente humana. ¿Has observado alguna vez
a un niño pequeño?
Tengo un primo de cuatro años.
–Cuando nacemos, damos salida sin inhibiciones y muy
directamente a todas nuestras necesidades físicas y psíquicas. Si
no nos dan leche gritamos. También lloramos cuando el pañal
está mojado, y emitimos señales muy directas
de que deseamos
una proximidad física y calor corporal.
Este «principio de los
instintos» o de «placer» dentro de nosotros mismos Freud lo
llama el ello.
–¡Sigue!
–«El ello», o el principio de los instintos, siempre lo llevamos con
nosotros, también cuando nos hacemos mayores.
Pero con el
tiempo aprendemos a regular nuestros instintos y, con ello, a
adaptarnos a nuestro entorno. Aprendemos
a ajustar el principio
de los instintos con arreglo al «principio de la realidad». Freud
dice que nos construimos un yo que tiene esta función
reguladora. Aunque nos apetezca
una cosa no podemos
sentarnos y gritar sin más hasta que nuestros deseos o
necesidades hayan sido satisfechos.
–Claro que no.
–Así pues, puede ocurrir que deseemos algo muy intensamente,
y que ese algo el entorno no esté dispuesto a aceptarlo. Entonces
puede suceder que reprimamos nuestros
deseos, lo cual
significa que intentemos dejarlos a un lado y olvidarlos.
–Entiendo.
–Pero Freud contaba con otra «entidad» en la mente humana.
Desde pequeños nos topamos con las demandas morales de
nuestros padres y del mundo que nos rodea. Cuando hacemos
algo mal, los padres dicen: «¡No, así no!» o «¡Qué malo eres!».
incluso de mayores arrastramos un eco de ese tipo de demandas
morales y de esas condenas.
Es como si las expectativas morales
del entorno nos hubieran penetrado hasta dentro, convirtiéndose
en una parte de nosotros mismos. Eso es lo que Freud llama el super-
yo.
–¿Quería decir la conciencia?
–En lo que él llama el «super-yo» también está la propia
conciencia. No obstante, Freud opinaba que el super-
yo nos avisa
cuando tenemos deseos «sucios» o «impropios
». Esto es sobre
todo aplicable a deseos eróticos y sexuales. Y, como ya he
indicado, Freud señaló que estos deseos impropios o
«indecorosos» comienzan ya en una fase temprana de la infancia.
–¡Explica!
–Hoy en día sabemos y vemos que a los niños pequeños
les
gusta tocar sus órganos sexuales. Es algo que podemos observar
en cualquier playa. En la época de Freud una «conducta» así
podía dar lugar a un pequeño cachete sobre los dedos de ese
niño de dos o tres años, o quizás a que la madre dijera: «¡Malo!»
o «Eso no se hace
» o «Pon las manos encima del edredón».
–Es completamente enfermizo.
–De esta forma surge el sentimiento de culpabilidad relacionado
con todo aquello que tiene que ver con los órganos
sexuales o
con la sexualidad en general. Debido a que este sentimiento de
culpabilidad se queda en el superyo,
muchas personas, según
Freud, arrastran durante toda su vida un sentimiento de
culpabilidad relacionado con el sexo. Al mismo tiempo Freud
señaló que los deseos y necesidades
sexuales constituyen una
parte natural e importante
del ser humano. Ya ves, Sofía,
tenemos todos los ingredientes
para un conflicto tan largo como
la misma vida, entre el placer y la culpabilidad.
–¿No crees que este conflicto se ha moderado algo desde los
tiempos de Freud?
–Seguramente. Pero muchos de los pacientes de Freud vivieron
este conflicto con tanta fuerza que desarrollaron
lo que Freud
llamó neurosis. Una de sus muchas pacientes
estaba, por
ejemplo, secretamente enamorada de su cuñado. Cuando murió
su hermana, a causa de una enfermedad,
ella pensó: «Ahora está
libre y se puede casar conmigo». Pero este pensamiento chocaba
al mismo tiempo con su super-yo. Le resultaba tan monstruoso,
dice Freud, que inmediatamente lo reprimió. Quiere decir que lo
empujó hacia el subconsciente. Freud escribe: «La joven enfermó
y manifestó serios síntomas histéricos, y cuando vino a mi
consulta para ser tratada, resultó que se había olvidado
totalmente de la escena junto a la cama de la hermana y de ese
terrible deseo egoísta que había surgido en ella. Pero sí se
acordó durante el tratamiento; en un estado de fuerte agitación
mental reprodujo el momento patológico
y se curó con este
tratamiento».
–Ahora entiendo mejor lo que quieres decir con «arqueología
mental».
–Entonces podemos dar una descripción general de la psique del
ser humano. Tras una larga experiencia en el tratamiento de
pacientes, Freud llegó a la conclusión de que la consciencia del
hombre sólo constituye una pequeña
parte de la mente humana.
Lo consciente es como la pequeña punta de un iceberg que
asoma por encima de la superficie. Debajo de la superficie, o
debajo del umbral de la consciencia, está el subconsciente.
–¿Entonces el subconsciente es todo aquello que está dentro de
nosotros pero que hemos olvidado, o que no recordamos?
–No tenemos siempre en la parte consciente todas nuestras
experiencias y vivencias. A esas cosas que hemos pensado o
vivido, y que recordamos si nos «ponemos a pensar», Freud las
llamó «lo preconsciente». La expresión «lo subconsciente» la
utilizó para cosas que hemos «reprimido
», es decir, cosas que
hemos intentado olvidar porque nos eran «desagradables»,
«indecorosas» o «repulsivas». Si tenemos deseos y fantasías que
resultan intolerables a la consciencia, o para el super-yo, los
empujamos hasta el sótano,
para que se quiten de la vista.
–Entiendo.
–Este mecanismo funciona en todas las personas sanas.
Pero a
algunos les puede costar tanto esfuerzo mantener
alejados de la
consciencia los pensamientos desagradables
o prohibidos que
les causa enfermedades nerviosas. Porque lo que se procura
reprimir de esta forma, intenta volver a emerger a la consciencia
por propia iniciativa. Algunas personas necesitan por tanto
emplear cada vez más energía para mantener esos impulsos
alejados de la crítica de la consciencia. Cuando Freud estuvo en
América en 1909, dando conferencias sobre psicoanálisis, puso
un ejemplo de cómo funciona este mecanismo de represión.
–¡Venga!
–Dijo: «Supongamos que en esta sala... se encontrara
un
individuo que se comportara de modo que estorbara y desviara
mi atención en esta conferencia, riéndose groseramente,
hablando y haciendo ruido con los pies. Digo que no puedo
seguir en tales condiciones, y unos hombres fuertes se levantan
y echan al intruso tras un breve forcejeo. Él ha sido “reprimido” y
yo puedo seguir mi conferencia. Para que esta interrupción no se
repita, en caso de que el hombre vuelva a entrar en la sala, los señores
que ejecutaron mi voluntad llevan sus sillas hasta la
puerta y se colocan allí como “resistencia” después de la
represión cumplida. Si han captado ustedes el interior y el
exterior de la sala como lo “consciente” y lo “subconsciente”,
tendrán un buen ejemplo del proceso de la represión”.
–Estoy de acuerdo en que es un buen ejemplo.
–Pero ese «intruso» quiere volver a entrar, Sofía. Y ése es el caso
de los pensamientos e impulsos reprimidos. Vivimos con una
constante «presión» de pensamientos reprimidos
que luchan por
emerger del subconsciente. A menudo
decimos o hacemos cosas
sin que haya sido ésa «nuestra
intención». De ese modo, las
reacciones subconscientes pueden dirigir nuestros sentimientos
y actos.
–¿Puedes poner algún ejemplo?
–Freud opera con varios mecanismos de ese tipo. Un ejemplo es
lo que él llamaba reacciones erróneas. Quiere decir que decimos
o hacemos cosas que algún día intentamos
reprimir. El propio
Freud menciona el ejemplo de un capataz que iba a brindar por
su jefe; este jefe no era muy apreciado. Era lo que vulgarmente
se diría «una mierda».
–¿Y?
–El capataz se puso de pie, levantó la copa solemnemente
y dijo:
«¡Propongo una mierda para el jefe!».
–Me has dejado atónita.
–También se quedaría atónito el capataz. En realidad
sólo había
dicho lo que sentía. Pero no había sido su intención decirlo.
¿Quieres otro ejemplo más?
–Con mucho gusto.
–En la familia de un pastor protestante que tenía muchas
hijas y
eran todas muy buenas, se esperaba la visita de un obispo. Daba
la casualidad de que ese obispo tenía una nariz increíblemente
larga. Por eso las hijas recibieron la orden de no hacer ningún
comentario sobre la nariz. Ya sabes
que muy a menudo a los
niños se les escapan comentarios
espontáneos precisamente
porque el mecanismo de represión
no es muy fuerte.
–¿Sí?
–El obispo llegó a casa del pastor, cuyas encantadoras hijas se
esforzaron al máximo para no hacer ningún comentario
sobre la
nariz. Y más que eso: intentaron por todos
los medios no mirar
la nariz, tendrían que ignorarla. Se concentraron en ello. Luego
una de las niñas sirvió los terroncitos
de azúcar para el café. Se
colocó delante del solemne
obispo y dijo: ¿le apetece una poco
de azúcar en la nariz?
–¡Qué corte!
–Algunas veces también racionalizamos; lo que quiere decir que
damos a los demás y a nosotros mismos razones de lo que
hacemos que no son las verdaderas. Y eso es precisamente
porque la verdadera razón es demasiado
embarazosa.
–¡Un ejemplo, por favor!
–Te puedo hipnotizar para que abras una ventana. En el
transcurso de la hipnosis te digo que cuando yo empiece a dar
en la mesa con las yemas de los dedos, tú tendrás que levantarte
e ir a abrir la ventana. Yo doy con los dedos en la mesa, y tú
abres la ventana. Luego yo pregunto por qué abriste la ventana.
Quizás contestes que lo hiciste porque te parecía que hacía calor.
Pero ésa no es la verdadera razón. No quieres admitirte a ti
misma que has hecho algo bajo mi orden hipnótica. En ese caso
«racionalizarías», Sofía.
–Comprendo.
–Así nos «comunicamos doblemente» casi todos los días.
–Mencioné antes a mi primo de cuatro años. Creo que no tiene a
muchos con quien jugar; por lo menos se pone muy contento
cuando voy a su casa. Una vez le dije que tenía que irme pronto a
casa porque mi mamá me estaba
esperando. ¿Sabes lo que me
contestó?
–¿Qué?
–«Ella es tonta» –dijo.
–Sí, ése es otro ejemplo de lo que queremos decir con
racionalización. El niño no quería decir lo que dijo. Lo que quería
decir es que era una tontería que tú te tuvieras que ir. Algunas
veces también proyectamos.
–Traduce.
–«Proyección» significa que transferimos a otras personas
diferentes cualidades que intentamos reprimir en nosotros
mismos. Una persona muy tacaña, por ejemplo, no suele tardar
mucho en caracterizar a otros como tacaños. Uno que no quiere
admitir su fijación por el sexo, es el primero
en indignarse ante
otros como él.
–Comprendo.
–Freud pensó que abundan los ejemplos de esos actos
inconscientes en nuestra vida cotidiana. A lo mejor ocurre que
nos olvidamos constantemente del nombre de una determinada
persona, quizás manoseamos constantemente
nuestra ropa
mientras hablamos o movemos cosas aparentemente casuales en
la habitación. También es muy corriente tartamudear y tener
lapsus al hablar que pueden parecer totalmente inocentes. Freud
opina que un lapsus nunca es ni tan casual ni tan inocente como
creemos. Opinaba que tienen que ser evaluados como síntomas.
Esos «actos erróneos» O «actos casuales» pueden revelar los
secretos más íntimos.
–A partir de ahora voy a pensar muy bien cada palabra
que
pronuncie.
–Pero de todos modos no lograrías escapar de tus impulsos
subconscientes. El arte es precisamente no emplear
demasiados
esfuerzos en empujar las cosas desagradables
hacia el
subconsciente. Es como cuando se intenta tapar el agujero que
hace una rata de agua. Puedes estar segura de que la rata vuelve
a emerger por otro sitio del jardín.
Lo sano es tener una puerta a
medio abrir entre la consciencia y el subconsciente.
–¿Y si uno cierra la puerta, se puede contraer alguna enfermedad
psíquica?
Sí. Un neurótico es justamente una persona que emplea
demasiada energía en mantener «lo desagradable» alejado de la
consciencia. Se trata a menudo de experiencias
o vivencias
especiales que esta persona a toda costa necesita reprimir. A
esas experiencias o vivencias especiales
Freud las llamó
traumas. La palabra «trauma» es griega y significa «herida».
–Comprendo.
–En el tratamiento de los pacientes era importante para Freud
intentar abrir la puerta cerrada con mucho cuidado,
o quizás
abrir una puerta nueva. Colaborando con el paciente intentó
volver a sacar a la luz las vivencias reprimidas.
Pues el paciente
no es consciente de lo que reprime,
y sin embargo puede estar
muy interesado en que el médico le ayude a buscar los traumas
ocultos.
–¿Qué método emplea el médico?
–Freud desarrolló lo que él llamó técnica de las asociaciones
libres. Consistía en que dejaba que el paciente se tumbara en una
postura cómoda y que luego hablara de lo que se le ocurriera,
independientemente de lo insustancial, casual, desagradable o
embarazoso que pudiera parecer. Se trataba de intentar destruir
aquella «tapadera» o «control
» que se había colocado encima de
los traumas. Porque son precisamente los traumas los que tienen
interés para el paciente. Están constantemente en acción, pero no
en la consciencia,
–¿Cuanto más se esfuerza uno por olvidarse de algo, más se
piensa en ello en el subconsciente?
–Exactamente. Por eso es importante escuchar las señales del
subconsciente. Según Freud, el «camino real» hacia el
subconsciente lo son nuestros sueños. Y su libro más importante
es la gran obra La interpretación de los sueños, publicada en
1900, y en la que mostró que no es casual lo que soñamos.
Nuestros pensamientos subconscientes
intentan comunicarse
con la consciencia a través de los sueños.
–¡Sigue!
–Después de recopilar sus experiencias con pacientes
durante
muchos años, y también después de haber analizado
sus
propios sueños, Freud afirma que todos los sueños
cumplen
deseos. Esto se observa fácilmente en los niños, dice, pues los
niños sueñan con helado y cerezas. Pero en el caso de los adultos
sucede a menudo que los deseos,
que a su vez serán cumplidos
en los sueños, están disfrazados. Porque también cuando
dormimos hay una severa
censura que decide lo que nos
podemos permitir. Ahora bien, durante el sueño dicha censura o
mecanismo represivo está debilitado respecto del estado de
vigilia, pero aún así es lo suficientemente fuerte como para que
en el sueño reprimamos deseos que no queremos reconocer.
–¿Entonces hay que interpretar los sueños?
–Freud dice que tenemos que distinguir entre el propio
sueño,
tal como lo recordamos por la mañana, y el verdadero
significado del sueño. A las propias imágenes del sueño, es decir
a la «película» o el «vídeo» que soñamos, Freud las llamó
contenido manifiesto del sueño. Este contenido
«aparente» del
sueño siempre recoge su material de sucesos ocurridos el día
anterior. Pero el sueño también tiene un significado más
profundo que está oculto a la consciencia. Este significado Freud
lo llamó ideas latentes del sueño, y estas ideas o pensamientos
ocultos de los que trata en realidad el sueño pueden datar de
muy atrás en el tiempo, incluso de la infancia más temprana.
–Tenemos que analizar el sueño antes de poder entender
de qué
trata.
–Sí, y cuando se trata de personas enfermas, hay que hacerlo
junto con el terapeuta. Ahora bien, no es el terapeuta
el que
interpreta el sueño. Sólo lo puede hacer con la ayuda del
paciente. En esta situación el médico actúa como una especie de
«comadrona» socrática que está presente
y asiste durante la
interpretación.
–Comprendo.
–Freud llamó a la transformación de las «ideas latentes
del
sueño» en el «contenido manifiesto del sueño»
El trabajo del sueño. Se trata de un «enmascaramiento» o
«codificación» de aquello de lo que trata realmente el sueño. La
interpretación del sueño consiste en el proceso
inverso. Hay que
«desenmascarar» O «decodificar» el «motivo» del sueño con el
fin de encontrar el «tema» del mismo.
–¿Puedes ponerme algún ejemplo?
–El libro de Freud está lleno de ejemplos de ese tipo. Pero
podemos poner un ejemplo muy sencillo y muy freudiano.
Si un
joven sueña con que su prima le regala dos globos...
–¿Sí?
–Ahora te toca a ti interpretar.
Mmm... Entonces el «contenido manifiesto del sueño» es
exactamente lo que acabas de decir: recibe dos globos de su
prima.
–¡Continúa!
–Luego dijiste también que todos los ingredientes del sueño se
han recogido de lo ocurrido el día anterior. De modo que estuvo
el día anterior en el parque de atracciones
o vio una foto de
globos en el periódico.
–Sí, es posible, pero basta con que simplemente haya visto la
palabra «globo», o algo que pueda recordar a globos.
–¿Pero cuáles son las «ideas latentes del sueño», es decir aquello
de lo que realmente trata el sueño?
–Eres tú la intérprete del sueño.
–Quizás desee simplemente tener un par de globos.
–No, eso no sirve. Tienes razón en que el sueño también debe
cumplir un deseo, pero es poco probable que un hombre adulto
desee ardientemente tener dos globos.
Y si lo hubiera deseado,
no habría tenido la necesidad de soñar con ellos.
Creo que ya lo tengo: lo que quería era a su prima, y los dos
globos eran sus pechos.
–Pues sí, ésa es una explicación más probable. La condición es
que él considere este deseo como algo embarazoso.
–¿Porque también cuando soñamos damos rodeos, como los de
los globos y cosas así?
–Si, Freud pensaba que el sueño era un «cumplimiento
disfrazado de deseos reprimidos». Pero desde los tiempos en los
que Freud ejercía de médico en Viena, puede haber cambiado
considerablemente aquello que procuramos reprimir, aunque el
propio mecanismo del disfraz
del contenido del sueño pueda
seguir intacto.
Comprendo.
–El psicoanálisis de Freud tuvo una gran repercusión en la
década de los años veinte, sobre todo en el tratamiento
de
pacientes psiquiátricos. Su doctrina sobre el subconsciente tuvo,
además, una gran importancia para el arte y la literatura.
–¿Quieres decir que los artistas se interesaron más por la vida
mental subconsciente de los seres humanos?
–Exactamente. Aunque ese interés florecía ya en la literatura en
las últimas décadas del siglo pasado, es decir antes de conocerse
el psicoanálisis de Freud. Esto muestra simplemente que
tampoco es una casualidad que el psicoanálisis
de Freud
surgiese hacia 1890.
–¿Quieres decir que era algo que flotaba en el aire?
–Freud tampoco reclamó haber «inventado» fenómenos
como la
represión, las reacciones erróneas o la racionalización.
Simplemente fue el primero en incorporar estas experiencias
humanas a la psiquiatría. Es además un verdadero artista
utilizando ejemplos literarios para ilustrar su propia teoría. Pero
como ya he indicado, desde la década de los años veinte, el
psicoanálisis de Freud tendría una influencia más directa sobre
el arte y la literatura.
–¿Cómo?
–Poetas y pintores intentaron usar las fuerzas subconscientes
en
su obra creativa. Particularmente ése es el caso de los llamados
surrealistas.
–¿Y qué significa eso?
–«Surrealismo» es una palabra francesa que se puede
traducir
por «sobrerrealismo». En 1924 André Breton publicó
su
Manifiesto surrealista, en el que señaló que el arte debe brotar
del subconsciente. Así, el artista recogería en una libre
inspiración sus imágenes soñadas y llegaría a una
«sobrerrealidad» en la que ya no existe distinción entre el sueño
y la realidad. También puede ser importante para un artista
derrumbar la censura de la consciencia con el fin de dejar correr
libremente las palabras y las imágenes.
–Comprendo.
–En cierta manera Freud había presentado una prueba
de que
todos los seres humanos son artistas, pues un sueño es una
pequeña obra de arte. Con el fin de interpretar los sueños de los
pacientes, a menudo Freud se vio obligado a manejar una gran
cantidad de símbolos, más o menos como cuando interpretamos
un cuadro o un texto literario.
–¿Y soñamos cada noche?
–Las investigaciones más recientes muestran que soñamos
aproximadamente el veinte por ciento del tiempo que dormimos,
es decir dos o tres horas todas las noches. Si se nos estorba en la
fase del sueño, nos ponemos nerviosos e irritables. Esto significa
nada menos que todos los seres
humanos tenemos una
necesidad innata de elaborar una expresión artística de nuestra
situación existencial, pues de nosotros trata el sueño. Nosotros
somos el director de la película, los que recogemos todos los
ingredientes y los que interpretamos todos los papeles. El que
diga que no entiende nada de arte, no se conoce a si mismo.
–Comprendo.
–Además Freud había entregado una impresionante prueba de lo
fantástica que es la consciencia humana. El trabajo que llevó a
cabo con pacientes le mostró que en algún
sitio muy dentro de
la consciencia conservamos todo lo que hemos visto y vivido, y
que todas esas impresiones pueden volver a sacarse a la luz.
Cuando nos quedamos «en blanco» y luego lo tenemos «en la
punta de la lengua» y más tarde «de pronto nos acordamos»,
estamos hablando precisamente de algo que ha estado en el
subconsciente y que de repente se mete por la puerta
entreabierta hacia la consciencia.
–Pero algunas veces va muy lentamente.
–Eso es algo que conocen todos los artistas. Y luego es como si
de pronto todas las puertas y todos los cajones del archivo se
abriesen de par en par. Llegan a chorros, y podemos recoger
exactamente las palabras y las imágenes que necesitamos. Eso
ocurre cuando hemos «levantado un poco la tapadera» del
subconsciente. Eso es lo que podemos
llamar inspiración, Sofía.
Es como si lo que se dibuja o lo que se escribe no viniera de
nosotros mismos.
–Tiene que ser una sensación maravillosa.
–Seguro que tú misma la has vivido. Por ejemplo, en niños
agotados es fácil estudiar esos estados «inspirados». Como
sabes, los niños están a veces tan cansados y con tanto sueño
que parecen exageradamente despiertos. De pronto empiezan a
contar cosas, es como si recogiesen palabras
que aún no han
aprendido. Pero claro que las han aprendido; las palabras y los
pensamientos han estado latentes
en su consciencia, pero ahora,
por fin, cuando el cuidado y la censura se aflojan, emergen.
También para el artista puede ser importante que la razón y la
reflexión no puedan controlar una actividad más o menos inconsciente.
¿Quieres que te cuente un pequeño cuento que ilustra
esto?
–¡Ah, sí!
–Es un cuento muy serio y muy triste.
–Puedes empezar cuando quieras.
–Érase una vez un ciempiés que bailaba estupendamente
con
sus cien pies. Cuando bailaba, todos los animales
del bosque se
reunían para verlo. Y todos quedaban muy impresionados con el
exquisito baile. Pero había un animal al que no le gustaba ver
bailar al ciempiés. Era un sapo...
–Sería un envidioso...
¿Qué puedo hacer para que el ciempiés deje de bailar?, pensó el
sapo. No podía decir simplemente que no le gustaba el baile.
Tampoco podía decir que él mismo bailaba
mejor; decir algo así
no tendría ni pies ni cabeza. Entonces concibió un plan diabólico.
–¡ Cuéntame!
–Se sentó a escribir una carta al ciempiés. «Ah, inigualable
ciempiés», escribió. «Soy un devoto admirador de tu maravillosa
forma de bailar. Me encantaría aprender tu método. ¿Levantas
primero el pie izquierdo n. º 78 y luego el pie derecho n. º 47? ¿O
empiezas el baile levantando el pie izquierdo n. º 23 antes de
levantar el pie derecho n. º 18? Espero tu contestación con mucha
ilusión. Atentamente, el Sapo,”
–¡Caray!
–Cuando el ciempiés recibió la carta se puso inmediatamente
a
pensar en qué era lo que realmente hacía cuando bailaba. ¿Cuál
era el primer pie que movía? ¿Y cuál era el siguiente? ¿Qué crees
que pasó?
–Creo que el ciempiés no volvió a bailar jamás.
Sí, así acabó el cuento. Eso pasa cuando la imaginación
es
ahogada por la reflexión de la razón.
–Estoy de acuerdo en que es una triste historia.
–Para los artistas es muy importante dar rienda suelta a la
imaginación. Los surrealistas intentaron colocarse a sí mismos
en un estado en el que las cosas simplemente venían
por su
cuenta. En una hoja en blanco comenzaban a escribir sin pensar
en qué escribían. Lo llamaban escritura automática, una
expresión tomada prestada del espiritismo, en el que un
«médium» pensaba que era el espíritu de un muerto el que
dirigía la pluma. Pero de esas cosas hablaremos
más mañana.
–Muy bien.
–También el artista surrealista es en cierta manera un «médium»,
es decir un medio o un intermediario de su propio subconsciente.
Pero tal vez haya un elemento del subconsciente en todo proceso
creativo, porque ¿qué es en realidad lo que llamamos
«creatividad»?
–No tengo ni idea. ¿No significa que se crea algo nuevo?
–De acuerdo. Y eso ocurre precisamente mediante un delicado
equilibrio de fuerzas entre la imaginación y la razón. Muy a
menudo ocurre que la razón ahoga la imaginación,
lo cual es
muy grave, porque sin la imaginación no surge nunca nada
realmente nuevo. Yo pienso que la imaginación
es como un
sistema darvinista.
–Lo lamento, pero no te entiendo.
–El darvinismo señala que en la naturaleza surge un mutante tras
otro. Pero la naturaleza sólo puede utilizar algunos
de ellos. Sólo
unos pocos tienen derecho a la vida.
–¿Sí?
–Así es también cuando pensamos, cuando estamos inspirados y
recibimos un montón de nuevas ideas. Si no nos imponemos a
nosotros mismos una severa censura van surgiendo en nuestra
consciencia «pensamientos mutantes
» uno tras otro. Pero sólo
se pueden emplear algunos de esos pensamientos. Aquí es
donde entra en juego la razón, pues ella también desempeña una
importante función. Cuando tenemos la cosecha del día sobre la
mesa, no debemos
olvidarnos de hacer la selección.
–Es una comparación bastante inteligente.
–Imagínate si todo aquello que «se nos ocurre», es decir todos
los impulsos, tuviera ocasión de pasar por nuestros labios. O de
salir del bloc de notas, o del cajón del escritorio. Entonces el
mundo se habría ahogado en caprichos
casuales. Entonces no se
habría hecho ninguna «selección», Sofía.
–¿Y es la razón la que hace la selección?
–Sí. ¿No crees? Tal vez sea la imaginación la que crea algo nuevo,
pero no es la imaginación la que realiza la propia selección. No
es la imaginación la que «compone
». Una composición, lo que es,
en definitiva, cualquier
obra de arte, surge de una extraña
interacción entre la imaginación y la razón, o entre el espíritu y la
reflexión. Siempre hay algo casual en un proceso creador. En una
fase puede ser importante no cerrar la puerta a caprichos
casuales. Pues hay que soltar a las ovejas antes de llevarlas a los
pastos.
Alberto se quedó sentado mirando por la ventana. Sofía vio de
pronto mucho movimiento junto a la orilla del pequeño lago...
Había un sinfín de figuras de Walt Disney de todos los colores.
–Allí está el Lobo dijo- Y el Pato Donald y sus sobrinos... y e1 tío
Gilito... Y allí está... ¡Alberto, no oyes lo que te estoy diciendo!Veo
a Mickey Mouse y...
Alberto se volvió hacia ella.
–Si, es triste hija mía.
–¿Qué quieres decir?
–Que estemos aquí y seamos víctimas de ese espectáculo
del
mayor. Pero yo tengo la culpa, desde luego. Yo he sido el que ha
hablado de caprichos.
–No debes culparte.
–Quise decir que la imaginación también es importante
para los
filósofos. Para poder pensar algo nuevo, nosotros
también
tenemos que dar rienda suelta a nuestra imaginación. Pero esto
es demasiado.
–No te preocupes tanto.
–Hubiese querido decir algo sobre la importancia de la reflexión
silenciosa. Y se nos presentan con esta ridiculez
en color.
Debería estar avergonzado.
–¿Ahora estás siendo irónico?
–Él es el irónico, no yo. Pero tengo un consuelo, y ese consuelo
constituye la piedra angular de mi plan.
–No entiendo nada.
–Hemos hablado de los sueños, lo cual tiene en sí algo de irónico,
pues ¿qué somos tú y yo, sino imágenes de los sueños del mayor?
–Ah...
–Y sin embargo hay algo en lo que no ha pensado.
–¿Qué podría ser?
–Quizás sea muy consciente de su propio sueño. Sabe todo lo
que decimos y todo lo que hacemos, de la misma manera que el
soñador se acuerda del contenido manifiesto del sueño. Es el que
escribe la historia. Pero aunque se acuerde de todo lo que
decimos, aún no está totalmente
despierto.
–¿Qué quieres decir con eso?
–No conoce los contenidos latentes del sueño.
Sofía. Se olvida de que también esto es un sueño disfrazado.
–Hablas de un modo muy extraño.
–Lo mismo opina el mayor. Es porque no entiende su propio
lenguaje de los sueños. De eso debemos alegrarnos, porque nos
da un mínimo de margen para actuar. Con esa libertad vamos a
luchar por salir de su fangosa conciencia,
como gotas de agua
que salen al sol un cálido día de verano.
–¿Crees que podremos?
–Tendremos que poder. En un par de días te ofreceré un nuevo
cielo. Entonces el mayor ya no sabrá dónde están las ratas de
agua ni dónde volverán a aparecer.
–Pero aunque seamos imágenes, yo también soy hija, y son las
cinco. Tengo que irme a casa para preparar la fiesta del jardín.
–Mmm... ¿Me puedes hacer un pequeño favor en el camino de
vuelta?
¿Qué es?
–Intenta atraer su atención. Tienes que procurar que el mayor te
siga con la mirada durante todo el camino. Intenta pensar en él
cuando llegues a tu casa, entonces él también pensará en ti.
–¿Y de qué serviría?
–Así yo podría seguir trabajando en el plan secreto sin que nadie
me estorbe. Voy a meterme en lo más profundo
del
subconsciente del mayor, Sofía. Allí me quedaré hasta que nos
volvamos a ver.

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