viernes, 4 de julio de 2008

Locke

Locke

... tan vacía y falta de contenido como la pizarra antes de
entrar el profesor en la clase...
Sofía Hegó a casa a las ocho y media, hora y media después
de lo
acordado, que en realidad no había sido ningún acuerdo;
simplemente se había saltado la comida y dejado una nota a su
madre diciendo que volvería a las siete como muy tarde.
–Así no podemos seguir; Sofía. He tenido que llamar a
Información para preguntar si había algún Alberto en el casco
viejo. Se rieron de mí.
–No fue fácil librarse. Creo que estamos a punto de resolver
un
gran misterio.
–¡Tonterías. !
–No, es verdad.
–¿Le invitaste a la fiesta del jardín?
–Ah no, se me olvidó.
–Pues ahora te exijo que me lo presentes. Mañana mismo.
No es
sano para una chica joven verse tanto con un señor mayor.
–No tienes ninguna razón para tener miedo de Alberto. Quizás sea
peor el padre de Hilde.
–¿Quién es Hilde?
–La hija de ese que está en el Líbano. Creo que es un verdadero
granuja. Tal vez controle el mundo entero...
–Si no me presentas inniediatamente a ese Alberto, te prohíbo que
lo vuelvas a ver. No estaré segura hasta no haber visto su aspecto.
De repente, a Sofía se le ocurrió una idea. Subió corriendo
a su
habitación.
–¿Pero qué te pasa? –gritó la madre por la escalera.
Sofía volvió enseguida al salón.
–Ahora mismo vas a ver qué aspecto tiene. Y entonces espero que
me dejes en paz.
Y con una cinta de video en la mano, se acercó al televiso
–¿Te ha dado una cinta de vídeo?
–De Atenas...
Las imágenes de la Acrópolis comenzaron a aparecer en la
pantalla. La madre se sentó, muda de asombro cuando Alberto
apareció en la pantalla y comenzó a dirigirse directamente
a Sofía.
Solía también se fijó en algo que ya tenía olvidado. En la Acrópolis
había muchísima gente de diversas agencias de viajes.
En medio
de uno de los grupos se veía un pequeño cartel en el que ponía
«HILDE»...
Alberto prosiguió su paseo por la Acrópolis. Luego bajó por la
parte de la entrada y se colocó en el monte del Areópago,
desde
donde San Pablo había hablado a los atenienses. Continuó
hablando a Sofía desde la antigua plaza.
La madre seguía sentada comentando el vídeo con frases
entrecortadas.
–Increíble... ¿ése es Alberto? De él viene lo de ese conejo...
Bueno.,, pues sí, realmente te está hablando a ti, Sofía. Yo no sabía
que San Pablo hubiera estado en Atenas...
El vídeo se estaba aproximando al punto en el que la antigüa
Atenas renace de repente de las ruinas. Sofía se apresuró a parar la
cinta en el último momento. Ya le había presentado
a su madre a
Alberto, no haría falta presentarle también a Platón.
Se hizo un silencio total en el salón.
–¿No te parece un tío bastante majo? –preguntó Sofía en broma.
–Pero tiene que ser una persona extraña para dejarse filmar en
Atenas sólo con el fin de enviar la película a una muchacha
que
apenas conoce. ¿Cuándo estuvo en Atenas?
–Ni idea.
–Y también hay algo más...
–¿Qué?
–Se parece muchísimo a ese mayor que vivió algunos años en
aquella cabaña del bosque.
–Entonces quizás sea él, mama.
–Pero nadie le ha welto a ver desde hace quince años.
–Tal vez haya estado viviendo por ahí. En Atenas, por ejemplo.
La madre dijo que no con la cabeza.
–Cuando yo le vi alguna vez en los años setenta no era ni un día
más joven que este Alberto que acabo de ver ahora. Tenía un
apellido extranjero...
–¿Knox?
–Sí, quizás fuera eso, Sofía. Tal vez se llamara Knox.
–¿O sería Knag?
–No, no soy capaz de acordarme... ¿De qué Knox o Knag estás
hablando?
–Uno es Alberto, el otro es el padre de Hilde.
–Creo que me voy a volver loca.
–¿Hay algo para comer?
–Puedes calentar las albóndigas.
Pasaron exactamente dos semanas sin que Sofía supiera nada más
de Alberto. Recibió una nueva postal de cumpleaños para Hilde,
pero aunque el día se iba acercando no recibía ninguna
postal para
ella misma.
Una tarde Sofía bajó al casco viejo y llamó a la puerta de Alberto.
No estaba en casa, pero había una nota en la puerta que decía:
¡Felicidades, querida Hilde! El momento crucial está cerca. El
momento de la verdad, hija mia. Cada vez que pienso en ello me
río tanto que por poco me parto. Tiene que ver con Berkeley,
claro. ¡Espera y verás!
Solía arrancó la nota y la metió en el buzón de Alberto antes de
marcharse.
¡Vaya faena! ¿Se habría marchado Alberto de nuevo a Atenas?
¿Cómo podía dejar a Sofía sola con todas esas preguntas
sin
contestar?
Cuando volvió del colegio el jueves 14 de junio, encontró a
Hermes en el jardín. Sofía se precipitó hacia él y el perro le saltó
encima de alegría. Ella le abrazó como si el perro fuera a
solucionar todos los misterios.
De nuevo dejó una nota para su madre, pero esta vez también le
dejó la dirección de Alberto.
Atravesando la ciudad con Hermes, Sofía pensó en el día siguiente.
No tanto en su propio cumpleaños, que no celebraría
de verdad
hasta la noche de San Juan, sino en el de Hilde. Sofía estaba
convencida de que ese día sucedería algo extraordinario.
Al
menos, las felicitaciones del Líbano dejarían de llegar.
Pasaron un parque infantil de camino a casa de Alberto. Allí
Hermes se detuvo delante de un banco, como indicando a Sofía que
se sentara.
Se sentó y acarició la nuca del perro amarillo mirándole a los ojos.
Notó como unas fuertes sacudidas por el cuerpo del perro. Está a
punto de ladrar, pensó Sofía.
Sus mandíbulas comenzaron de repente a vibrar; pero Hermes ni
ladró ni gruñó. Abrió la boca y dijo:
¡Felicidades, Hilde!
Sofía se quedó como petrificada. ¿Le había hablado el perro?
Habrían sido imaginaciones porque en ese momento estaba
pensando en Hilde. No obstante, en su interior estaba convencida
de que Hermes había pronunciado esa palabra con una voz de bajo
muy sonora.
Al instante siguiente todo estaba como antes. Hermes ladró
un par
de veces, como para disimular que acababa de hablar
con voz
humana. Al entrar en el portal de Alberto, Sofía echó una mirada al
cielo. Hasta entonces había hecho buen tiempo, pero ahora había
pesadas nubes en la lejanía.
Cuando Alberto abrió la puerta Sofía dijo:
–No quiero frases de cortesía. Eres muy tonto, y tú lo sabes.
–¿Qué pasa ahora, hija mía?
–El mayor ha enseñado a hablar a Hermes.
–Vaya por Dios. ¿Hasta esos extremos llega?
–Pues sí, hasta esos extremos.
–¿Y qué dijo?
–Puedes adivinarlo.
–Supongo que dijo «felicidades» o algo así.
–Justo.
Alberto dejó entrar a Sofía. También hoy llevaba un nuevo
disfraz. No era muy diferente al de la otra vez, pero hoy no llevaba
tantos lazos ni cintas ni encajes.
–Pero hay algo más –dijo Sofía.
–¿En qué estás pensando?
–¿No encontraste la nota en el buzón?
–Ah, sí, la tiré en seguida.
–Por mí que le parta un rayo cada vez que piensa en Berkeley. Pero
no sé qué tiene ese filósofo para que el otro reaccione
así.
–Esperaremos a ver
–Pero toca hoy.
–Es hoy, si.
Alberto se acomodó. Luego dijo:
–La última vez que estuvimos aquí sentados te hablé de Descartes
y Spinoza. Dijimos que tenían una importante cosa en común: los
dos eran racionalistas.
–Y un racionalista es uno que tiene mucha fe en la razón.
–Sí, un racionalista cree en la razón como fuente de conocimientos.
Opina que el ser humano nace con ciertas ideas, que
existen por tanto en la conciencia de los hombres antes de
cualquier experiencia. Y cuanto más clara es la idea, mayor es la
seguridad de que corresponde a algo real. Recordarás que
Descartes tenía una clarísima imagen de lo que es un «ser perfecto
». Partiendo de esta idea deduce que verdaderamente existe un
Dios.
–No me suelo olvidar de las cosas.
–Este modo racionalista de pensar era típico de la filosofía
del
siglo XVII, y también había sido corriente en la Edad Media. Lo
recordamos de Platón y de Sócrates. Pero en el siglo XVII estuvo
expuesto a críticas cada vez más profundas. Varios filósofos
adoptaron el punto de vista de que no tenemos absolutamente
ningún contenido en la conciencia antes de adquírir nuestras
experiencias mediante los sentidos. Este punto de vista se llama
empirismo.
–¿Y de esos empiristas me vas a hablar hoy?
–Lo intentaré. Los empiristas, o filósofos de la experiencia,
más
importantes fueron Locke, Berkeley y Hume, y los tres eran
británicos. Los racionalistas dominantes en el siglo XVII eran el
francés Descartes, el holandés Spinoza y el alemán Leibniz. Por
ello solemos distinguir entre el empirismo británico
y el
racionalismo continental.
–Vale, pero son demasiadas palabras. ¿Puedes repetir lo que
significa empirismo?
–Un empirista desea hacer derivar todo conocimiento sobre el
mundo de lo que nos cuentan nuestros sentidos.
La formula clásica de una actitud empírica viene de Aristoteles,
quien dijo que no hav nada en la conciencia que no haya estado
antes en los sentidos». Este punto de vista implicaba una crítica
acentuada de Platón, que había opinado que los hombres
traían
consigo una serie de «ideas» innatas del mundo de las Ideas. Locke
retoma las palabras de Aristóteles, y las dirige contra Descartes.
–¿No hav nada en la conciencia... que no haya estado antes en los
sentidos?
–No tenemos ninguna idea innata sobre el mundo. En realidad no
sabemos nada de este mundo en el que nos han colocado
antes de
haberlo visto, Si tenemos una idea o un concepto que no se puede
conectar con hechos experimentados, se trata de un concepto o de
una idea falsa. Cuando por ejemplo usamos palabras como «Dios»,
«eternidad» o «sustancia», la razón funciona
sin combustible,
porque nadie ha llegado a conocer ni a Dios, ni la eternidad, ni
aquello que los filósofos llaman «sustancia
». De esa forma se
pueden escribir tesis eruditas que en el fondo no condenen ningún
tipo de conocimiento nuevo. Un sistema
filosófico de esa clase
puede parecer impresionante, pero no son más que quimeras. Los
filósofos de los siglos XVII y XVIII habían heredado una serie de
tesis eruditas de ese tipo. Ahiora había que estudiarlas con lupa.
Había que limpiarlas de vacíos. Quizás pudiéramos compararlo con
el lavado del oro. La mayor parte es arena pero, dentro,
resplandecen las pepitas de oro.
–¿Entonces esas pepitas de oro son conocimientos auténticos?
–O, por lo menos, pensamientos que se pueden relacionar
con los
conocimientos humanos. Para los empiristas británicos
era muy
importante analizar todas las ideas humanas, con el fin de ver si
podían ser demostradas mediante experiencias
auténticas. Pero
vayamos por partes y estudiemos un filósofo cada vez.
–¡Empieza!.
–El primero fue el inglés John Locke, que vivió entre 1632-1704.
Su libro más importante se tituló Ensayo sobre el conocímiento
humano y fue publicado en 1690. Locke intenta aclarar dos
cuestiones. En primer lugar pregunta de dónde recibe el ser
humano sus ideas y conceptos. En segundo lugar si podemos
fiarnos de lo que nos cuentan nuestros sentidos.
–No es exactamente un proyecto pequeño.
–Estudiemos un problema cada vez. Locke está convencido
de que
todo lo que tenemos de pensamientos y conceptos son sólo reflejos
de lo que hemos visto y oído. Antes de captar algo con nuestros
sentidos, nuestra conciencia es como una “tabula rasa», o «pizarra
en blanco».
–Con que lo hubieras dicho en noruego hubiera sido suficiente.
–Antes de captar algo con los sentidos, la conciencia está tan vacía
y falta de contenido como la pizarra antes de entrar
el profesor en
la clase. Locke también compara la conciencia
con una habitación
sin amueblar. Pero luego empezamos a captar con los sentidos.
Vemos el mundo a nuestro alrededor, saboreamos, olemos v oímos.
Y nadie lo hace con más intensidad
que los niños pequeños. De
esta manera surgen lo que Locke llama «ideas simples de los
sentidos». Pero la conciencia no sólo recibe esas impresiones
externas de un modo pasivo. Algo sucede también dentro de la
conciencia. Las ideas simples de los sentidos son elaboradas
mediante el pensamiento, el razonamiento, la fe y la duda. Así
surge lo que Locke llama “ideas de reflexión de los sentidos».
Como ves, distingue entre «sentir» y «reflexionar». Pues la
conciencia no es siempre una receptora pasiva. Ordena y elabora
todas las sensaciones que entran poco a poco en la conciencia. Hay
que estar en guardia.
–¿En guardia?
–Locke subraya que lo único que recibimos a través de los sentidos
son impresiones simples. Cuando me como una manzana, por
ejemplo, no capto con los sentidos toda la manzana
en una sola
sensación. En realidad recibo una serie de esas «sensaciones
sencillas», como que algo es verde, huele a fresco y sabe jugoso y
ácido. Después de haber comido muchas veces una manzana, soy
consciente de estar comiendo una manzana. Cuando éramos
pequeños” probamos por primera vez una manzana, no tuvimos esa
sensación. Pero vimos algo verde, saboreamos algo fresco y
jugoso, y también un poco ácido. Poco a poco vamos juntando esas
sensaciones formando conceptos como «manzana», «pera» o
«naranja». Pero todo el material de nuestro conocimiento sobre el
mundo entra al fin y al cabo por los sentidos. Por lo tanto, los
conocimientos que no pueden derivarse de sensaciones simples,
son conocimientos
falsos y deben ser rechazados.
–Al menos podemos estar seguros de que lo que vemos y oímos,
olemos y saboreamos es como verdaderamente lo sentimos.
–Sí v no. Esta es la egunda pregunta a la que Locke intenta
contestar. Primero ha contestado a la pregunta dónde recibimos
nuestras ideas y conceptos. Pero luego también se pregunta
si el
mundo realmente es como nosotros lo percibimos. Porque eso,
Sofía, no resulta tan evidente. No hay que precipitarse
demasiado.
Eso es lo único que un filósofo no se puede permitir
–No digo nada.
–Locke distinguía entre lo que llamaba cualidades «primarias» y
«secundarias» de los sentidos. En este punto entronca con los
filósofos anteriores a él, por ejemplo con Descartes.
–¡Explícate!
–Con «cualidades primarias de los sentidos», se refiere a la
extensión de las cosas; su peso, forma, movimiento, número.
En
cuanto a estas cualidades podemos estar seguros de que los
sentidos reproducen las verdaderas cualidades de las cosas. Pero
también captamos otras cualidades de las cosas. Decimos si algo es
dulce o agrio, verde o rojo o frío o caliente. Locke llamaba a éstas
«cualidades secundarias de los sentidos». Y estas sensaciones,
como color, olor, sabor o sonido, no reflejan
las verdaderas
cualidades que son inherentes a las cosas mismas, sino que sólo
reflejan la influencia de la realidad exterior
sobre nuestros
sentidos.
–Sobre los gustos no se puede discutir
–Exactamente. Las cualidades primarias, tales como tamaño
y
peso, es algo sobre lo que todo el mundo puede estar de acuerdo,
porque están en las cosas mismas. Pero las cualidades
secundarias,
tales como color y sabor, pueden variar de un animal a otro y de
una persona a otra según la constitución de los sentidos de cada
uno.
–Cuando Jorunn come una naranja adopta exactamente
la misma
expresión que otras personas cuando comen un limon.
Suele poder
con un solo gajo cada vez. «Esta acida», dice. Y yo a lo mejor
encuentro la misma naranja dulce y rica.
–Y ninguna de vosotras tiene razón, y ninguna esta equivocada.
Simplemente describís cómo la naranja actúa sobre vuestros
sentidos. Lo mismo ocurre con la percepción del color, a lo mejor a
ti no te gusta el color rojo. Si Jorunn acaba de comprarse
un
vestido precisamente de ese color, a lo mejor sería inteligente
por
tu parte callarte tu opinión. Tenéis diferentes pareceres
sobre el
color pero el vestido no es ni feo ni bonito.
–Pero todo el mundo está de acuerdo en que la naranja es redonda.
–Sí, si tienes una naranja redonda, no puedes «opinar» que tiene
forma de dado. Te puede «parecer» dulce o agria, pero no te puede
parecer que pesa ocho kilos si sólo pesa doscientos
gramos. Si
quieres, puedes «creer» que pesa varios kilos,
pero en ese caso
estarías totalmente perdida. Cuando varias personas intentan
adivinar cuánto pesa una cosa determinada,
siempre hay un a que
acierta más que las demás. Lo mismo ocurre con el número de las
cosas. O hay novecientos ochenta y seis guisantes en la botella o
no. Lo mismo pasa con el movimiento. Un coche o se mueve o está
quieto.
–En tiendo.
–En lo que se refiere a la realidad extensa, Locke está de acuerdo
con Descartes en que esta realidad tiene ciertas cualidades que los
seres humanos pueden captar con su razón.
–No debería ser muy dificil estar de acuerdo en eso.
–Locke también dio pie a lo que él llamaba «conocimiento
intuitivo» o «demostrativo». Opinaba por ejemplo que para todos
existen ciertas reglas básicas, y defiende la llamada idea de
«derecho natural», que es un rasgo racionalista. Otro rasgo
igualmente racionalista de Locke es que pensaba que es inherente a
la mente del hombre el pensar que hay un Dios.
–Quizás tuviera razón.
–¿En qué?
–En que hay un Dios.
–Puede ser, claro está. Pero no lo deja en una simple cuestión de fe.
Opina que el reconocimiento de los hombres de la existencia de
Dios emana de la razón humana. También eso es un rasgo
racionalista. Debo añadir que abogó por la libertad
de
pensamiento y la tolerancia. Además le interesaba la igualdad entre
los sexos. Pensaba que la idea de que la mujer estuviera sometida
al hombre era una idea creada por los seres humanos. Por lo tanto
también puede ser alterada por ellos.
–Estoy bastante de acuerdo.
–Locke fue uno de los primeros filósofos de la época moderna que
se preocupó por los papeles de los sexos. Tendría
una gran
importancia para su tocayo John Stuart Mill, que jugaría a su vez
un importante papel para la igualdad entre los sexos. Locke
anticipó en general muchas ideas liberales que más adelante,
durante la Ilustración, llegaron a florecer en la Francia del siglo
XVIII. Por ejemplo él fue quien primero habló a favor de lo que
llamamos principio de división de los poderes...
–Lo que quiere decir que el poder del Estado queda repartido en
varias instituciones.
–¿También te acuerdas de qué instituciones se trata?
–El «poder legislativo» o la asamblea nacional. Luego viene el
«poder judicial» o los tribunales de justicia, y finalmente
el
«poder ejecutivo», o el gobierno.
–Esta tripartición proviene del filósofo francés Montesquieu
de la
época de la Ilustración. Locke había señalado que, ante todo, los
poderes legislativo y ejecutivo deberían estar separados, con el fin
de evitar la tiranía. Fue contemporáneo de Luis XIV, quien había
reunido todo el poder en una sola mano. «El Estado soy yo», dijo.
Decimos que fue autocratico. Hoy en día lo habríamos considerado
un Estado sin derecho. Con el fin de asegurar un Estado de
derecho, los representantes del pueblo deberían legislar y el rey o
el gobierno ejecutar las leves,
pensaba Locke.

Mapa de Grecia

Mapa de Grecia
Antigua Grecia